DESDE luego, como escribía ayer Mark Lilla en el Times, «la nostalgia es irrefutable». Cualquier populismo es retro. Trump, el Brexit, el secesionismo catalán o el partido Podemos. Todos se basan en la inevitable paradoja (Julian Simon) de que el mundo progresa en la misma medida que añora. La fábula letal de los buenos viejos tiempos actúa en todas partes, se trate de la América blanca, la Inglaterra imperial, la conquista del Mediterráneo o el acorazado Potemkin. Pero aparte de la nostalgia, irrefutable, el populismo goza de la inapreciable legitimación silenciosa que resumen mantras como El descrédito de la política. Los racionales prestan al populismo la racionalidad de la que carece. Es un llamativo proceso. Un loco se pone a vociferar en una esquina sobre los males del mundo y la solución que requieren. Van pasando por su lado las personas racionales. Tan sumamente racionales que se niegan a aceptar la posibilidad de que el loco no tenga su razón. Como por más que la examinan no la encuentran, acaban dándosela. Es un loco, dicen; pero la verdad es que el mundo va mal, conceden. Como si la evidencia irrefutable de la muerte legitimara el relato religioso de la vida eterna.
Desde luego que Trump, Iglesias, Le Pen o Puigdemont son la expresión de un problema. Pero ni la desafección ni la desigualdad ni el mestizaje ni la globalización son el problema. Al invocar dichos conflictos las personas racionales proporcionan una temible legitimidad a los espectros de la política. Pero esa legitimidad no pasa por la discusión de las propuestas que los espectros tengan respecto a los problemas, porque sus propuestas no existen o no tienen el menor contacto con lo real. Al igual que la nostalgia o la superstición, son indiscutibles.
Las personas racionales mal emplean su tiempo dándose sentidos golpes de pecho ante la emergencia del populismo. Sería más útil que lo dedicaran a señalar el problema real de la democracia que simbolizan los populistas, y que no es otro que el de las mentiras. Las personas racionales deberían entender que la clave del nuevo populismo son los brutales cambios en el sistema de circulación de la información: el resultado de sustituir el realismo por el realitysmo, para acudir a la feliz torsión de la periodista Valentina Desalvo. Y su prosperidad se explica en términos de share; es decir por el considerable número de personas racionales que cobran de esa excitante y siniestra pornografía política.