Eduardo Uriarte Romero-Editores
No deja de sorprender que personalidades y medios de comunicación democráticos del mundo occidental, incluso próximo del europeo, muestren una cierta solidaridad con los fugados de la justicia por promover el proceso de secesión catalán, e incluso estén declarando su rechazo a sus extradiciones a España. Alguna razón habrá, puesto que en el caso que hecho similar hubiera ocurrido en sus respectivos países, hubieran tenido un comportamiento contrario.
La causa no se encontraría tan sólo en la pasividad y erróneos comportamientos del Gobierno español en su política comunicativa respecto a la crisis política más grave que se le avecinaba a España. Que no ha sabido hacer frente a la campaña mediática nacionalista está generalmente reconocido. El Gobierno del PP esperó ilusamente alguna salida, alguna retirada, por parte del nacionalismo catalán -como espera que el PNV le apruebe los presupuestos- posiblemente porque le repugnaba aceptar la gravedad del problema.
Es cierto, y le sirve de excusa, que el comportamiento del PSOE fuera todavía más reticente -y lo sigue siendo- a contemplar la gravedad de la crisis, lo que lastraba cualquier iniciativa gubernamental, no permitiendo una política clara y de firmeza frente al reto secesionista. No es sólo la política comunicativa ante el caso catalán, inexistente, la causante de ciertos comportamientos extranjeros en pro de los fugados, es que la política en general, de la que la comunicación es consecuencia, apenas se ha ejercitado debido a que el sistema estaba anquilosado, cosa que supieron ver los golpistas, en manos de dos partidos caducos, con más ganas de mantenerse viviendo de la política, en un proceso de jubilación feliz, que ejercitándola. Lo que no contaron es que el Estado permanecía.
Probablemente el efecto de distorsión, en la visión desde el extranjero de la secesión catalana, y sus secuelas posteriores, haya sido la inmensa distancia que se observa, difícil de entender para un ciudadano de una democracia consolidada, entre las gravísimas acusaciones que el juez atribuye a los protagonistas del golpe y la liviana y tímida intervención, como si apenas hubiera pasado nada, del Gobierno sobre la autonomía rebelde.
Estando de acuerdo que las acusaciones del juez Llarena sobre los procesados tienen todo fundamento, que los delitos de rebelión, sedición y malversación, son gravísimos, para un norteamericano, conocedor que cuando un estado se rebela la Unión ejercita todo su poder no deja de ser paradójica la actitud española. Como cuando el estado de Alabama, por ejemplo, se negó a aplicar la legislación federal de integración racial, y su policía siguió favoreciendo la segregación, el presidente Kennedy mandó la guardia nacional. Para un americano las acusaciones judiciales, gravísimas, y la intervención política, liviana, carecen de coherencia. A la acción de los jueces le preceden medidas administrativas y políticas tan excepcionales como graves serán las acusaciones de los jueces.
O cuando irlandeses del Norte, protestantes y católicos, fueron incapaces de acordar unas reglas de futuro en convivencia, el premier británico Blair suspendió la autonomía, manu militari, por un plazo importante, o cuando un político de Baviera -cuya constitución fue previa a la de la República Federal Alemana- presenta una moción en su parlamento, auspiciando la autodeterminación, la iniciativa apenas dura horas a ser rechazada en todas las instancias. Es muy probable que les cueste a nuestros vecinos y aliados entender la gravedad de las acusaciones emprendidas contra los fugados del secesionismo, cuando las medidas de intervención políticas y administrativas sobre la autonomía catalana han sido tan imperceptibles. Una cincuentena de jóvenes sigue colapsando autopistas catalanas. Apenas existen expedientes contra una policía que se interpuso a la acción de la justicia. Una televisión pública sigue agitando a la movilización como si tal fuera legítimo. No echemos toda la culpa a la incomprensión de nuestros vecinos.
El que se ha tomado en serio la gravedad de la rebelión ha sido el Poder Judicial frente a la pasividad y tibieza de los viejos partidos, a los que la dimensión de la crisis les sobrepasaba en estos momentos de profundo deterioro interno. El PP intenta sobrevivir y el PSOE exactamente lo mismo, mirando hacia dentro de ellos mismos, sin tener en cuenta que su futuro reside en hacer frente a la realidad exterior a ellos.
Si grave es el comportamiento del partido del Gobierno, peor es el del PSOE, evidente lastre en las iniciativas de represión de la rebelión, que además, en medio de la más profunda crisis de nuestro sistema, se dedica a sabotearlo, declarando poco serio que se le pida apoyo a la aprobación de los presupuestos generales, como si eso fuera frívolo. Tal observación por parte de Sánchez nos revela un partido de idiosincrasia antisistema, donde la labor de auténtica oposición, que incluye, entre otras, el de impulso al Gobierno según los cánones clásicos, ha saltado por los aires, junto a cualquier vestigio socialdemócrata que le quedara. Debiera observar ya, que su casi exclusiva obsesión de echar al PP del Gobierno, tiene Ciudadanos más posibilidades de hacerlo, colaborando en la gobernabilidad, que el PSOE echado al monte de los antisistema. A un país en crisis política no se le puede dejar sin presupuestos: pagará su sabotaje.
Mientras la pasividad política preside el comportamiento de los protagonistas del bipartidismo, el nacionalismo acaudillado por el presidente del Parlament, Torrent, prosigue con el repique de la rebelión. Cuenta Román Oyarzun, historiador y apologista del carlismo, que fue el redoble del tambor de las partidas absolutistas lo que dio origen al apelativo del Requeté. A requeté, a reacción, a vuelta al Antiguo Régimen, a mucho antes de que la revolución francesa, tan odiada por los nacionalismos periféricos, nos liberara de las cadenas, suenan las palabras del nuevo caudillo: «Ningún juez, ni ningún Gobierno, ni ningún funcionario tiene la legitimidad para cesar, y menos perseguir, al President de todos los catalanes». Compárese con la frase de un rey constitucional: “Nadie está por encima de la Ley” (Parece Cicerón frente a Catilina). Podría nuestra izquierda anarcoide, e inculta, apreciar dónde se encuentra el progreso y dónde la reacción, dónde el republicanismo y dónde el absolutismo. El progreso, evidentemente, no está en el redoble requeté.
Eduardo Uriarte Romero