ABC-IGNACIO CAMACHO

Vox es el partido que registra, de largo, el mayor grado de arrepentimiento entre los votantes que lo apoyaron

LAS encuestas del actual CIS tienen la credibilidad que tienen –o sea, muy poca–, pero hay un dato en el que coinciden con la mayoría de los recientes estudios de opinión privados, y es en la percepción de que Vox es el partido que retrocede más rápido. No se puede hablar de desplome pero sí de que registra, y de largo, el mayor grado de arrepentimiento entre los votantes que lo apoyaron. En el resto de fuerzas, ese efecto es mucho más moderado. La formación verde ya sufrió de hecho una notable caída de respaldo (20 por ciento) entre las generales de abril y las territoriales y europeas de mayo, y todo aparenta que el reflujo sigue avanzando; no es aventurado pronosticar que será aún mayor tras el bloqueo de los pactos aunque sus más convencidos partidarios tiendan a confortarse en el victimismo del veto de Ciudadanos. Además, tiene un nivel de porosidad bastante alto: mientras aumenta la proporción de sus electores dispuestos a considerar la posibilidad de inclinarse por el PP, el impulso de cambio ya resulta insignificante en sentido contrario. Se trata sólo de sondeos, ciertamente, aunque si la política es también un estado de ánimo, el de muchos simpatizantes de Vox refleja un patente desencanto.

La razón está en su sobredimensionado principio. La sacudida de rabia y de hastío que emergió de pronto entre los cascotes del marianismo disparó unas expectativas fuera de todo cálculo objetivo. Estimulada por la sensación de realidad aumentada que provocó el inicial éxito andaluz, la derecha más destemplada ignoró las limitaciones del sistema electoral y se autosugestionó con el espejismo. La evidencia fue dura: a escala nacional no funcionó lo que en Andalucía había servido. Apenas un mes más tarde, cumplido el desahogo, parte de la ilusión rompedora había prescrito y numerosos votos migrantes se fueron a la abstención o regresaron a su cauce antiguo. Faltaba este espectáculo de los acuerdos fallidos, la demostración de inmadurez, soberbia y maximalismo de unos dirigentes ofuscados en el peor error posible en un político: subordinar el mandato recibido en las urnas, que era el de cerrar el paso a la izquierda, a la reivindicación de su orgullo frustrado y herido.

En Vox se da el curioso fenómeno de que la cúpula es más radical que sus votantes. También de que el líder, Santiago Abascal, parece aislado en un círculo de confianza arriscado y poco razonable cuyos miembros tratan de imponerle un viraje intolerante. El atasco en la negociación de Madrid, de consumarse, tendrá consecuencias cuando la repetición de elecciones depure responsabilidades. Su electorado votó pensando en un acuerdo natural de las derechas y no entenderá un fracaso por mucha culpa que también pueda echarle a Rivera. Pero éste tiene un cierto margen de pérdida y a Vox le acecha el riesgo de que su experimento populista acabe en la intrascendencia.