Lorenzo Silva-El Español
El general Millán Astray recupera su calle en Madrid. Es el único así rehabilitado, entre todos los generales que antes daban nombre a varias calles adyacentes, y que tenían en común con él su alineación con el alzamiento militar que se produjo en julio de 1936 contra la legalidad de la Segunda República y su servicio al régimen autoritario (es decir, antidemocrático) que durante cuatro décadas impuso el general Francisco Franco Bahamonde. La justicia, ante la que se impugnó el cambio de nombre de la calle, dictaminó que Millán Astray reunía otros méritos, aparte del citado, para ser objeto de reconocimiento por los madrileños, que su toma de partido por la rebelión no fue determinante y que por tanto el mantenimiento de sus apellidos en el callejero no vulnera la legislación en materia de memoria histórica.
No vamos a discutir la existencia en la biografía de Millán Astray de acontecimientos meritorios. Sin duda lo fue la idea de fundar el Tercio de Extranjeros, luego conocido como la Legión, unidad de nuestras actuales Fuerzas Armadas que ha prestado relevantes y valiosos servicios a la seguridad de los españoles. Tampoco que se trató de un personaje carismático y no exento de interés, en todos los sentidos, pese a sus comportamientos a veces extravagantes e histriónicos y aquel triste incidente con el rector Unamuno. Al margen de sus palabras exactas, que quizá nunca sabremos, ese día representó, frente a la advertencia de un hombre sabio y digno, una bravuconería cuartelaria con la que no hizo honor al bagaje intelectual del que no carecía.
La cuestión que suscita la restitución de la calle, y con ella el enaltecimiento de quien le da nombre, es en qué medida una figura como la de Millán Astray es representativa del espíritu de la sociedad madrileña y española del siglo XXI; hasta qué punto puede construirse en torno a ella un consenso, con referencia a los valores que pueden servirnos para afianzar nuestro presente y proyectar un futuro común. Dejando aparte la fundación de esa acreditada unidad de choque, su legado histórico se vincula a la instauración violenta de un régimen que distinguió entre buenos y malos españoles y los privó a todos del derecho a la decisión adulta y democrática sobre sus propios asuntos.
Sobre esa base, sorprende que el actual Ayuntamiento de Madrid, que tiene plena potestad para nombrar y renombrar las calles de la ciudad, se apresure a recuperar las placas y volver a ponerlas en las fachadas, aunque sea aprovechando la canícula de agosto. Sorprende más cuando uno piensa, por ejemplo, que el único instituto de secundaria que en la Comunidad de Madrid recordaba a uno de sus hijos más insignes, don Manuel Azaña y Díaz, fue despojado de ese nombre, en beneficio del recuerdo del ya muy conmemorado Menéndez y Pelayo, sin que esa decisión haya sido hasta hoy cuestionada y mucho menos revertida.
Manuel Azaña, a diferencia de Millán Astray, representa unos valores y un legado intelectual y político de primer orden, que ha sido invocado tanto por la izquierda como por la derecha, entre otras cosas porque pese a sus errores, que los tuvo y no insignificantes, siempre demostró sentido del Estado y acertó a vislumbrar, incluso antes de que terminara aquella guerra civil, el valor y la necesidad de la reconciliación en torno a una idea superadora de los rencores y las divisiones ancestrales. En sus escritos y en sus discursos abundan las ideas inspiradoras: leer hoy La velada en Benicarló es sumergirse en una clarividencia que sirve para iluminar el presente, frente a quienes tratan de imponer particularismos sectarios sobre el interés general.
Algo no marcha bien en Madrid cuando su figura se borra sin contemplaciones y sin consecuencias y sin que nadie piense en rehabilitarla, como sí se hace con el general Millán Astray.