IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-El País

  • Si el Congreso aprueba una ley de amnistía, o el Gobierno halla otra vía ante el absurdo de que más de 300 cargos públicos aguarden juicio, se habrá pasado página de un episodio que conviene superar cuanto antes mejor

El debate sobre la amnistía se ha desbordado. Aunque en estos momentos es Alberto Núñez Feijóo quien ha recibido el encargo del Rey para formar Gobierno, la conversación pública ya ha descontado su fracaso y va un paso por delante, centrada en el complejo asunto de la amnistía, que será un elemento clave en la votación de investidura de Pedro Sánchez. Los ánimos se han encrespado rápidamente y se han podido leer en estas mismas páginas afirmaciones lapidarias. Juan Luis Cebrián ha escrito que “si el Gobierno y el PSOE consuman la deslealtad a la Constitución que supone el olvido de los delitos del separatismo, este 11 de septiembre puede marcar el principio del fin de nuestra democracia”. En la misma línea, Javier Cercas afirma que la amnistía “sería una condena de la democracia entera”.

Si se recurre a este lenguaje exaltado es por el temor de que el relato sobre el problema catalán que ha sido dominante hasta el momento en el nacionalismo español se resquebraje. Ya sucedió en parte durante la anterior legislatura con los indultos y la reforma del delito de sedición; una amnistía ahora sería el remate final. Salvo que se produzca un improbable cambio de voto de cuatro diputados, Feijóo no conseguirá la investidura y a continuación lo intentará Pedro Sánchez. Si entonces las izquierdas formadas por PSOE y Sumar no llegan a un acuerdo con los nacionalistas vascos y catalanes, el relato hegemónico se mantendrá incólume e iremos a nuevas elecciones. Pero si se alcanza un acuerdo, el relato alternativo acabará prevaleciendo.

Según el relato dominante, en septiembre y octubre de 2017 los políticos independentistas cometieron graves delitos contra el Estado y la democracia. Querían destruir la democracia española y acabar con la soberanía nacional. Fue un golpe de Estado fallido y, por eso, además de delincuentes, los líderes independentistas deben ser calificados de golpistas. Hubo violencia y enfrentamientos con la Policía, se acosó a las fuerzas de seguridad y se impidió el trabajo de la justicia en el registro de la Consejería de Hacienda de la Generalitat. Un desafío como aquel no puede quedar impune y, por eso mismo, debe aplicarse el Estado de derecho hasta sus últimas consecuencias. En un Estado de derecho, el que la hace la paga. Nadie puede ponerse al margen del orden constitucional, eso no está justificado en ningún caso. Aunque finalmente el Tribunal Supremo dictaminó que no hubo rebelión, sí quedó acreditado que fue una sedición. Si se cancela el delito, se cuestiona el principio de legalidad y se da vía libre a los separatistas para que lo vuelvan a hacer. Que haya que negociar o no con los representantes de Cataluña el encaje de su comunidad autónoma en el Estado es otra cuestión que no debe tapar lo fundamental: se intentó dar un golpe de Estado y eso merece un castigo penal.

Según el relato alternativo, la crisis de 2017, marcada por una ruptura total entre las instituciones de Cataluña y las del resto del Estado, fue una crisis constitucional y un fracaso colectivo como país. España, incluyendo Cataluña, no estuvo a la altura de lo que cabía esperar. No se dialogó, no se negoció, unos desobedecieron gravemente y los otros buscaron una solución represiva y punitiva en lugar de una salida política. Fue un momento del que no nos podemos sentir orgullosos. Veamos las principales razones para pensar así.

En primer lugar, el Gobierno presidido por Mariano Rajoy no quiso hacerse cargo en ningún momento de las demandas que procedían de Cataluña y que contaban con un nivel muy elevado de apoyo popular. Cerca de un 75% de los catalanes eran partidarios de un referéndum de independencia. El Ejecutivo negó la petición de negociar un pacto fiscal, no quiso hablar de una consulta o un referéndum y se desentendió del malestar creado por la sentencia restrictiva del Tribunal Constitucional de 2010 sobre el Estatuto catalán.

En segundo lugar, desde el Estado se pusieron en marcha operaciones ilegales y clandestinas, en connivencia con algunos medios de comunicación, para difamar a los líderes independentistas, en una quiebra innegable del Estado de derecho. Fue la llamada Operación Cataluña, protagonizada por la policía patriótica.

En tercer lugar, ni las elites ni la sociedad de España y de Cataluña quisieron reconocer que se estaba produciendo un conflicto entre el principio de legalidad y el principio democrático. En una lectura reduccionista del problema, el grueso de la sociedad española consideró que el problema era de orden público y cumplimiento de la ley. En Cataluña fue al revés: se sostuvo que era meramente un problema democrático, sin que importara la Constitución. Ninguna de las dos partes entendió que la única vía de solución pasaba por buscar un equilibrio entre ambos principios, el legal y el democrático.

En cuarto lugar, los líderes independentistas perdieron toda legitimidad democrática al optar por la vía unilateral. Tras las elecciones catalanas de 2015, que plantearon como plebiscitarias, no obtuvieron el apoyo popular que buscaban para su causa. Aunque sumando los diputados de la CUP los partidarios de la independencia tenían mayoría absoluta en el Parlament, en voto se quedaron en un 48% (36% del censo). Con ese porcentaje no tenían base para hablar en nombre de la mayoría de los catalanes y menos aún para romper el orden constitucional.

En quinto lugar, la justicia abusó de su poder, ante la complicidad de los grandes partidos y la mayoría de la sociedad española. Se lanzaron unas acusaciones atrabiliarias de rebelión cuando era evidente que, por muy grave que fuese la desobediencia constitucional, no hubo violencia en ningún momento. Dichas acusaciones no fueron inocuas: sirvieron, entre otras cosas, para legitimar la tesis del “golpe de Estado” y para interferir en el proceso electoral, pues los diputados electos que estaban acusados de rebelión no pudieron ocupar sus escaños. Al final, se optó por guardar las apariencias con una condena por sedición, encajando forzadamente lo sucedido en un “alzamiento tumultuario”.

Nada de lo anterior resulta edificante. Todo se hizo mal. Hubo cortedad de miras y falta de sensibilidad democrática. La imagen exterior de España se resintió: pocos extranjeros entendieron que un conflicto de esta naturaleza no se resolviera dentro del cauce político.

Si finalmente el Congreso aprueba una ley de amnistía, o el Gobierno encuentra alguna otra vía para acabar con el absurdo de que más de 300 cargos públicos estén aún a la espera de juicio, se habrá pasado página de un episodio de nuestro pasado reciente que, cuanto antes superemos, mejor. La amnistía, o cualquier otra medida similar, no niega la democracia. Al revés, se trata de reafirmarla, asumiendo que, desde una perspectiva democrática, las cosas no se hicieron bien. Una amnistía no supondría, a mi juicio, admitir la impunidad, sino reconocer que todas las partes cometieron errores básicos. Esto no quiere decir que España no sea una democracia, pero las democracias también se equivocan y aquí se equivocaron todos, quienes hicieron tabla rasa de la Constitución y quienes pretendieron arreglarlo con el uso de la fuerza y la justicia penal. La amnistía (o similar) podría ser la posibilidad de restablecer un espíritu de integración e inclusión, basado en la convicción de que el enfrentamiento solo lleva a situaciones que no deberían haberse dado nunca.