ROMÁN GUBERN, EL MUNDO – 14/05/15
· Podemos y Ciudadanos acaparan el interés mediático aunque con estilos diferentes que oscilan desde el colorismo gesticulante e hiperdinámico de Pablo Iglesias a la pulcritud y ambigüedad de Albert Rivera.
Ahora sabemos que la emoción imbatible del espectáculo en directo no se limita sólo al fútbol, a la lucha libre y al porno. Cuando un plató de televisión se convierte en un reñidero de gallos políticos, a poco que los agentes implicados tengan el perfil adecuado y lo intenten, garantizan la efusión adrenalínica de su audiencia. Los manuales siempre citan los famosos debates televisivos entre el apuesto y fotogénico John F. Kennedy y el sudoroso Richard M. Nixon en el otoño de 1960. Quienes somos más veteranos y crecimos en la era de la radio recordamos la imprevista derrota en 1948 del republicano Thomas E. Dewey ante Harry S. Truman, el heredero de Franklin D. Roosevelt. Se cuenta que muchos diarios de tirada nacional tenían ya compuesta su primera plana con la victoria del republicano y pasaron apuros para recomponerla en el último minuto. Por entonces ya Charles Foster Kane, de quien este año conmemoramos su centenario, demostró en su primer film que en estos casos había que tener dos portadas alternativas previstas.
Los debates políticos ante cámaras televisivas han acabado por metamorfosear al pueblo (sujeto político) en público (sujeto espectacular), no muy distinto al de las competiciones deportivas de alto voltaje. Aunque hay que añadir inmediatamente que los actores participantes deben cumplir ciertos requisitos, no sólo de fotogenia (véase el caso del citado Kennedy), sino de lenguaje corporal, de combatividad dialéctica, de retórica y de puesta en escena. Escribo estas líneas consciente de que nuestro actual jefe de Gobierno, Mariano Rajoy, es, en tan alta función política, tal vez el sujeto menos fotogénico, glamouroso y mediático de toda nuestra historia democrática. Pero seguramente la extrema gravedad de la Gran Recesión en España, cuando tomó el timón político, pedía en su momento la gris eficiencia de un registrador de la propiedad provinciano, con gafas y con barbita canosa: la imagen sublimada del contable aplicado y cumplidor. Y creo que su andadura ha respondido, más o menos, a tales expectativas colectivas, por lo menos, en el ancho campo de la macroeconomía.
Volviendo al reñidero mediático, no todos los sujetos políticos ofrecen la misma cualificación para competir, y menos para sobresalir, en el ring audiovisual que supone un plató de televisión. Las encuestas nos vienen indicando en los últimos días que existen dos partidos emergentes que acaparan la curiosidad de la audiencia y el interés mediático. Nos referimos, claro está, a Podemos y a Ciudadanos.
Podemos nació en las calles, en las plazas, en formato asambleario, con vocerío proletario y hasta efluvios libertarios. A los veteranos de la vida universitaria nos recordó la etapa del asambleísmo interminable en las aulas, de la logorrea retórica como sustituta de la organización y de la administración reglada en la vida académica. Ciertamente, tenían en su origen muy buenos motivos para quejarse de las penosas disfunciones sociales, económicas y políticas que la crisis económica –fraguada por la gran banca de aquí y de los Estados Unidos– ha agravado notoriamente: hay que ser ciego para no constatarlo. Pero cuando aquel asambleísmo de plaza pública ha querido vertebrarse en un partido canónico, o más o menos canónico, han surgido las fricciones. Este es un viejo tema que ya discutieron los libertarios del siglo XIX: cuando la espontaneidad creativa de las masas quiere encuadrarse en esquemas reglados, las costuras de su traje empiezan a reventar.
Ha habido ya dimisiones o expulsiones –no se sabe muy bien si lo uno o lo otro–, pero ha salido siempre a flote su líder más carismático y hasta hoy indiscutido, Pablo Iglesias, con su aspecto de apóstol social salido de una novela de Gorki. Su configuración asténica (quijotesca, tal como la describe Cervantes), su barbita post-leninista, su camisa abierta (resurrección de aquellos descamisados de Evita Perón), su gestualidad melodramática y su verbo inflamado evocan nuestra iconografía anarquista decimonónica. Las referencias elogiosas a la Venezuela chavista parecen haberse puesto en sordina, gracias a los dos economistas académicos que asesoran en la sombra: Dinamarca resulta un modelo más fiable (conozco Dinamarca y visité la Venezuela de Chávez y concuerdo con su valoración). De modo que en Podemos coexisten un alma épica y revolucionaria, de altavoz y panfleto, y un espacio fuera del campo audiovisual que recoge los susurros de sus dos economistas académicos: la máscara visible y lo que en la cultura audiovisual llamamos el fuera de campo o espaciooff.
Este perfil vocinglero –que ni siquiera consiguió Julio Anguita en sus mejores días– es muy agradecido en la arena televisiva, con vocerío enfático, apoyado en un lenguaje corporal hiperdinámico, con gestualidad expansiva, con réplicas de ampulosidad retórica, con descalificaciones urbi et orbi, con énfasis en la incompatibilidad entre lo viejo y lo nuevo (es decir, nosotros somos lo nuevo, no contaminado por la vieja politiquería oportunista –suprema descalificación–, ni por la corrupción: suprema infamia).
Pero la estructura desestructurada de Podemos augura imprevisibles sorpresas. Las masas descamisadas son impacientes y la espontaneidad asamblearia un arma peligrosa. Lo enunció uno de sus líderes: más vale una hora discutiendo con las bases que un minuto en televisión. McLuhan no estaría de acuerdo con esta opinión.
En contraste con el colorismo gesticulante e hiperdinámico de Pablo Iglesias en los platós, la presencia del pulcro Albert(o) Rivera, hijo de la burguesía catalana, busca tranquilizar a la audiencia atribulada: encarna al sentido de la responsabilidad, la centralidad, el equilibrio, la objetividad. Su desnudo primigenio –un regalo publicitario que su edad y anatomía consentían– ha sido olvidado por casi todo el mundo. El porno de los platós televisivos es de otra naturaleza, del griterío y del insulto. Y la catalanidad de Rivera ha sido eclipsada (recuérdese el fracaso electoral de Roca Junyent en su operación reformista pilotada desde Barcelona) por su explícito antinacionalismo, que le otorga un aura de resistente a las pulsiones separatistas de una parte magmática del electorado catalán, alimentada por clichés de viejos agravios históricos y nostalgias de un pasado mítico que nunca existió.
PERO SI en Podemos todo parece estar claro como el agua, pues tanto los buenos como los malos están bien identificados, sobre Ciudadanos flota una cultivada ambigüedad, que podría atraer a votantes desencantados de la derecha tanto como de la izquierda. Para unos, Ciudadanos es la nueva marca blanca del Partido Popular; para otros, su programa responde al perfil de una socialdemocracia moderada y moderna. Y, acorde con este perfil ambivalente, la presencia televisiva de Rivera es la del estudiante aplicado y cumplidor, enemigo de estridencia y exabruptos: en pocas palabras, la perfecta contrafigura escénica de Pablo Iglesias y de Podemos.
De manera que la lidia electoral escenificada en los platós televisivos aparece hegemonizada por una izquierda que no oculta su origen y filiación y por un centro equilibrado que podría tentar a los sectores moderados, tanto de la socialdemocracia en crisis como de los conservadores. Aquellos por el obvio declive socialista (recién consumado en el Reino Unido) y estos erosionados por una corrupción galopante y con leyes controvertidas (como la del aborto). Los partidos autocalificados de centristas siempre presumen de recoger lo mejor de la derecha y lo mejor de la izquierda. El pulcro look de Rivera, bien trajeado, mesurado y alérgico a las subidas de tono, parece ofrecer al electorado la promesa centrista que quiso encarnar Adolfo Suárez para los españoles en épocas mucho más turbulentas que la actual. Tanto los socialistas como los conservadores descontentos con la deriva de sus respectivos partidos pueden querer explorar la nueva oferta, que procede de la industriosa Cataluña, y está mostrando ya su rentabilidad en la Andalucía profunda.
Román Gubern es Catedrático Emérito de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona. Su último libro publicado es Cultura audiovisual (Cátedra, 2013).
ROMÁN GUBERN, EL MUNDO – 14/05/15