TEO URIARTE / Fundación para la Libertad, 07/10/13
· Ahora resulta, por haberlo dicho la nueva secretaría general del socialismo andaluz, que la causa de la actual espiral de inestabilidad por la reclamación independentista catalana estuvo en la irresponsabilidad de Zapatero cuando decidió asumir un nuevo estatuto catalán viniese como viniese. Ante estas declaraciones de Susana Díaz Alfredo Pérez Rubalcava no tiene nada que decir, mostrando lo contagioso que es el tancredismo político elevado a categoría por Rajoy, y lo bien que le viene lo de Bárcenas para encubrir la falta de dirección política en la explosiva situación que padece su partido. Es de esperar que ante el acrecentamiento de los problemas internos la fobia e inquina hacia el PP se vean incrementadas proporcionalmente con el fin de escamotear cualquier decisión interna.
Quizás lo sorprendente no sea que al final salga alguien y recuerde alguna de las malas gestiones de Zapatero. Lo increíble es que en su momento nadie fuera capaz de manifestar que aquel secretario general del socialismo español estaba desnudo, lo que condena mucho más a su partido que al propio personaje. Condena a las personas influyentes que se mantuvieron no sólo mudas, sino incluso en un culto a la personalidad del líder que daba sonrojo. Que dotaron a este personaje de un poder en su partido desconocido con anterioridad. Por lo que aquel artificial y exagerado silencio y adhesión casi unánime iban pronosticando el borrascoso final al que se iba dirigir un partido tan fundamental y necesario para la estabilidad política de España. Pues su desplome, el del PSOE, erosiona la situación política general, y es causa directa del problema más serio de nuestra nación producido por las caóticas pretensiones de los nacionalismos periféricos. Pues el PP solo, sin un socio constitucional, poco puede hacer, aunque podría activar su mayoría absoluta mucho más.
Que el rey estaba desnudo se veía, lo grave es que nadie de los suyos se atreviera a decirlo evitando la crisis política general que al final íbamos a padecer todos. Muy pocas personas se atrevieron a disentir, y ello con recato, disciplina y prudencia, para acabar inmediatamente apartadas del partido. Un poco Joaquín Leguina, o una Rosa Diez que acabó formando otro partido. El primero protestó, dentro de un orden, por la deriva que tomaba el nuevo estatuto catalán. La segunda, más beligerante, con la emotividad que producía ver a muchos de sus compañeros compadrear con los asesinos de otros compañeros, protestó por lo mismo que el anterior y por la negociación con ETA. Casi la totalidad de los socialistas estuvieron callados, prestos a enterrar las pocas críticas que surgían achacándolas a las más aviesas intenciones de sus promotores.
Pero el rey desnudo desde un tiempo atrás ya había mostrado maneras preocupantes para ejercer el papel que acabaría jugando. Cuando antes de ser presidente de Gobierno no se levantó en un desfile al paso de la bandera de Estados Unidos nos mostraba una personalidad poco cuajada en política, excesivamente infantil, más acorde con un activista de ONG antisistema que con el del representante de un partido tan necesario para nuestra convivencia política. Posteriormente, nadie de un país serio, ningún aliado, aunque hubiera sido un error participar en aquella guerra, se va de Irak como se fue la España de Zapatero. Lo que mereció la crítica de González, muy pronto silenciada, que adivinaba las repercusiones que tal decisión nos iba a acarrear, pues convertía nuestro país en un Estado muy poco fiable para nuestros aliados, y, por lo tanto, débil.
Sin embargo, esos gestos al graderío de sol, le dieron no sólo popularidad, sino un poder interno en el seno del partido mayor del que tuviera Felipe González. El ofrecimiento exagerado que anuncio ante el Estatuto Catalán era en cierta manera consecuencia de haber asumido con anterioridad el Gobierno tripartito en Cataluña, para que un Maragall en minoría, pero con el apoyo de los independentistas y la izquierda poscomunista, echaran a la oposición y al radicalismo a CIU, levantaran un cordón sanitario al PP en el pacto de Tinell, y que Carold Rovira profundizara los contactos con ETA que en Euskadi desarrollaba Eguiguren, promoviendo unas maniobras políticas ajenas al anterior PSOE y anunciando que la médula filosófica del socialismo español (Varela Ortega) se estaba transformando de forma acelerada. Y aunque CIU apoyara aquel estatuto -posteriormente poco refrendado por el pueblo-, no fue el caso del socio gubernamental, ERC, para ver a continuación, en el final más desastroso de aquella aventura, cómo de la manera más delicada posible el Tribunal Constitucional rechazaba en sus fundamentos un estatuto que Alfonso Guerra, presidente de la comisión institucional, había anunciado “cepillado” para venderlo a los propios, sin estarlo.
Quizás la asunción del caudillismo por Zapatero, que posibilitaba cualquier caprichosa e irresponsable nueva política, no viniera tanto por el relevo generacional, que también, sino por la forma inesperada en la que ZP llegó al Gobierno apoyándose en los atentados terroristas del 11 M que dejó al PP grogui sin capacidad de reacción. La tensión provocada en esas fechas preelectorales por un Rubalcava con la decisión de un Trotski en los días que conmovieron al mundo, un sector del partido echado a la calle, muchos medios apoyando un relevo político ante el miedo social por la participación en la guerra de Irak, aunque no lo fuera, promovieron el liderazgo izquierdista y radical al que se fue supeditando el partido. La lealtad política y constitucional se abandonó ante una derecha demonizada que no había dudado ponernos como objetivo del terrorismo islamista por seguir a los americanos.
Teniendo en Cataluña como aliado a ERC, promovido alianzas con colectivos situado a su izquierda, el PSOE de Zapatero rompió el pacto antiterrorista con el PP, y se volcó en las negociaciones que Eguiguren con anterioridad a ese pacto desarrollaba con representantes del nacionalismo radical. En esa nueva etapa del socialismo español no era coherente pedir excesivos escrúpulos ante esas relaciones, ni respeto a la legalidad, cuando lo importante era el encuentro con los radicales y el encomiable empeño de alcanzar la paz. Porque el auténtico problema para el PSOE en esa época empezó a serlo el PP, al que había que expulsarlo de la legitimidad democrática, que tan bien aprovecharía el nacionalismo radical, mediante una campaña que empezaba en la memoria histórica de la guerra civil y la dictadura y acababa en la guerra de Irak. La negociación con ETA encajaba alegremente en la nueva época, aunque ésta estuviera prácticamente liquidada por la anterior política antiterrorista de Aznar, en la que colaboró el PSOE, y su aislamiento tras los sucesos del 11S y el abandono de las armas por parte del IRA. Cuando los socialistas fueron a negociar con ETA ésta estaba en sus últimas, y lo que consiguieron fue resucitarla y poner encima de la mesa el proyecto político que había defendido asesinado a 850 personas. La legalización de Bildu, sin que dicha organización rechazara el pasado criminal de ETA, constituyó toda una maniobra para desplazar de nuevo la política fuera del marco que aprobara la Transición. Se buscaba con coherencia la desfiguración y enterramiento del sistema en un arriesgado ejercicio de enajenación infantil.
Si para Lenín el izquierdismo era la enfermedad infantil del comunismo, para la socialdemocracia es el cáncer. La socialdemocracia apartada, o en contra, de la democracia liberal no es tal, puede ser anarcosindicalismo, pero no forma parte de la misma, dejando de ser una de las columnas fundamentales de todas las entidades nacionales europeas tras la II Guerra Mundial. La socialdemocracia ha de ser respetuosa con los marcos constitucionales, y no dejarse seducir, pues formaría parte de los comportamientos espontáneos de los iniciales obrerismos, por opciones meramente antiburguesas o anticapitalistas y adherirse de paso a los reaccionarios nacionalismos periféricos por carencia de propio ideario político. Todas las actitudes emotivas y sentimentales, sus radicalismos contra la derecha, su aproximación a los nacionalismos, nos ofrecen una imagen muy poco socialdemócrata del socialismo español actual.
Que Zapatero fuera su promotor activo es evidente, pero un partido sin capacidad de crítica interna, con la única obsesión de volver al poder, es tan responsable como su líder, y Susana Diaz ya tenía un cierto papel cuando ZP jugó con el Estatuto catalán, y los cuatro que dijeron algo desde las filas fueron tildados de vendidos al PP. Para ir acabando debemos de recordar la negativa de ZP, ante las últimas elecciones que ganara, a contemplar el monstruo de crisis que amenazaba. Las ganó proclamando que no habría crisis, y la gente, que escuchaba lo que quería, frente al pesimismo de Pizarro, innato en la derecha frente al optimismo de la izquierda y el antropológico de su presidente, se lo premió votándole de nuevo.
Mientras el PP era demonizado, los radicales nacionalistas eran tildados de “gente de paz”, la nación un concepto discutido y discutible, el rey desnudo bajó a la realidad por sendas llamadas de dos dirigentes internacionales que le impusieron reformar su política económica y pactar con el PP una reforma , nada menos, constitucional. Menos mal que desde fuera lo echaron, porque aquí nadie hubiera sido consciente de la situación. Y de está manera el presidente Rodríguez Zapatero pasará a la historia sólo por haber convertido una unidad militar en una unidad de bomberos. Al fin y al cabo, el sueño de todo ecologista radical. Queda todavía por ver como pasará a la historia su partido, el que todo se lo permitió y sigue en similar comportamiento.
Eduardo Uriarte Romero
TEO URIARTE / Fundación para la Libertad, 07/10/13