Luis Ventoso-ABC
- Esa suerte de exilio fue un parche raro e innecesario
En los 82 años del Rey Juan Carlos ni todo es blanco ni todo es negro. Contemporizador y habilidoso, fue el héroe político que ayudó a traer la democracia, y siempre tocará agradecérselo. Además, en los cuarenta años bajo su arbitraje España dio un estirón extraordinario, con una estabilidad política que vista desde el circo actual resulta envidiable (con la salvífica Nueva Política adanista hemos tenido cuatro elecciones generales en solo cinco años y no hay ni presupuestos). Pero Juan Carlos I, muy humano para lo bueno y lo malo, sucumbió a las dos tentaciones recurrentes del relato bíblico: el becerro de oro y la concupiscencia. La obsesión por el dinero, fruto tal vez del trauma de haber conocido el
exilio, y una pasión crepuscular por una liante lista y guapetona, que hoy es un bumerán judicial. Además, la «inviolabilidad» constitucional lo llevó a descuidar las cautelas, a creerse lo que durante mucho tiempo fue: intocable.
Distraído en sus amoríos cosmopolitas con la conseguidora alemana, en 2012 ya se había atrofiado su fino olfato político, que en sus mejores tiempos le permitió sintonizar con su pueblo con memorable acierto. Mientras los españoles sufrían una crisis de caballo, su Rey se lesionaba… cazando elefantes en Botsuana. Pidió perdón, pero nada fue ya igual. Sus malos pasos, sus limitaciones físicas y el pícaro Urdangarín provocaron una operación relevo. Por fortuna cayó en manos de dos tipos rodados y tranquilos, Mariano y Alfredo, que en junio de 2014 resolvieron con maestría una delicada abdicación.
Desde entonces, el mal comportamiento del Rey Juan Carlos ha sido reiteradamente sancionado desde el capítulo de los gestos. En mayo del año pasado abandonó la vida pública y toda actividad institucional. En marzo, Felipe VI renunció a la herencia de su padre y le retiró la asignación. Es decir, a la espera de que se sustancie algún caso judicial, ha recibido ya un duro -y necesario- castigo político. No hacía falta más. Bastaba con dejar trabajar a la justicia. Pero el Gobierno necesitaba banderas para distraer de su pésima gestión de la pandemia y el pinchazo económico. Juan Carlos I parecía un buen señuelo. Así que Sánchez y sus ministros -entre ellos los que trabajan abiertamente contra la monarquía constitucional- iniciaron una campaña de presión para forzar una suerte de exilio del viejo Rey, aceptado en agosto por la Casa Real. Un parche innecesario, que en realidad empeora la situación: el Rey oculto en Abu Dabi mientras la fiscalía del Supremo lo investiga ahora por posible blanqueo en unos años en que ya no era inviolable. Nunca se debió forzar su marcha. Lo apropiado, lo normal, habría sido esperar aquí lo que decidiese la justicia. Y si un día es condenado por un delito fiscal, que es de lo que hablamos, tampoco será el fin de la monarquía, sino la aplicación de lo que señaló en 2011 el propio Don Juan Carlos ante el caso Urdangarín: «La justicia es igual para todos». En efecto. Y así deberá ser.