Ignacio Camacho-ABC

  • Casado ha asumido el compromiso de defender un espacio que ha dejado de interesar a parte de la derecha

El centro es una posición o un talante, no una doctrina. De esa condición imprecisa procede su prestigio en política: se lo puede apropiar cualquiera que sepa contener la expresión más primaria de su ideología. La Europa del bienestar y la España de la Transición se construyeron desde la convicción de que el moderantismo aglutinaba mayorías, de modo que liberales y socialdemócratas pulieron sus aristas para obtener el beneplácito de una sociedad deseosa de navegar por aguas tranquilas. Ese statu quo cambió cuando la crisis de 2008 favoreció la eclosión de los partidos populistas, cuya verbosidad radical hizo fortuna entre ciertas capas de la población resentidas con el sistema y huérfanas de alternativa. Su irrupción ha cambiado la reputación del

eclecticismo denostándolo como una especie de retraimiento pusilánime o de equidistancia ambigua en la renacida dialéctica de las dos orillas.

Por eso resulta interesante el empeño del PP por recuperar su viejo espacio, el del liberalismo templado y reformista que quiso encarnar el proyecto de Ciudadanos. Se trata de una operación de cierto riesgo porque la estrategia frentista de Sánchez fomenta en el votante conservador un impulso de rechazo y parte del antiguo electorado popular se ha echado en brazos de Vox seducida por su discurso drástico y bizarro. En la moción de censura de Abascal, Casado debió de comprender que la aspiración de unidad se ha evaporado y que tenía que encontrar la manera de afirmar su propio liderazgo. A su favor tiene la implantación territorial y la inercia de un partido dinástico; en contra, la voluntad sanchista de estrecharle el campo a base de estimular el enfrentamiento de bandos, en el que siempre tendrá el comodín nacionalista de su lado. El presidente está cómodo en un clima de trincherismo republicano que cohesiona su bloque de respaldo y divide a sus adversarios. Su ventaja reside en su poderío propagandístico y mediático, que le permite repartir credenciales de buena conducta democrática mientras gobierna con Podemos y un ramillete de enemigos del Estado.

La dificultad de la apuesta centrista de Casado consiste en que no constituye un simple problema de situación geométrica, sino de defender un territorio político y unas ideas que han dejado de interesar a una significativa porción de la derecha, tan justamente irritada como equivocada en el cálculo de sus fuerzas. Y esa tarea de persuasión la tiene que llevar a cabo sin perder firmeza en la repulsa a un Gobierno que sus sectores de apoyo detestan y que le va a someter a toda clase de artimañas marrulleras, incluida la muy venenosa de elogiarlo cuando le convenga para ponerlo en evidencia. El compromiso merecerá la pena si demuestra que existe una tercera España que no está dispuesta a arruinar su futuro en la eterna disputa de garrotas goyescas. Es cuestión de supervivencia. Pero no de la suya, sino de la nuestra.