- Recupera la Corona su normalidad, arrinconada por el sanchismo y la pandemia. Zarzuela ensancha su agenda mientras Sánchez bracea para escapar a su inexorable destino
El rostro severo, expresamente preocupado de Felipe VI en la apertura del año judicial fue la representación icónica del declinante pulso de una nación. Un Estado con la pata del Poder Judicial quebrada por un Ejecutivo arbitrario y con vocación absolutista. El Rey escuchaba a Carlos Lesmes como quien asiste a la narración del sitio de Bizancio. Era la descripción de un desastre, confirmado esta semana con la dimisión del protagonista, el presidente del Supremo, incapaz de poner fin a cinco años de esperpento judicial que arrancaron hace ya casi cuatro décadas bajo el dictado de Felipe González. Montesquieu y eso.
El Rey recobró, en ese sombrío acto, su condición de último referente de firmeza constitucional en un panorama desolador, con un Gobierno de intolerante soberbia, un Parlamento maniatado por una mayoría tóxica y una Justicia atenazada a punto de sucumbir. Sin pronunciar palabra, la grave expresión del Monarca traía ecos de su discurso del 3 de Octubre del 17, ahora hace cinco años, cuando frenó con firmeza la asonada golpista del separatismo catalán. Desde entonces, la imagen de Felipe VI ha flotado entre la pulcritud y la prudencia, entre el protocolo y el holograma. Lo que viene siendo un Rey en una democracia aburrida. Que no es el caso.
Sánchez ya no quiere ser rey, ni siquiera piensa en su sueño republicano. Se conforma ahora con no perecer en el superdomingo electoral de mayo
La pandemia colaboró en los planes de Sánchez de acogotar a la Corona, enclaustrar al Rey en Palacio, sin apenas agenda, sin presencia pública, ni visitas, viajes, ni aparición alguna en los medios. Un Felipe VI sin una mínima capacidad de resistencia, sin opción de maniobra ante la voracidad protagónica de un jefe del Ejecutivo de desaforada ambición, que no sólo pretendía convertirse en presidente de la República sino que, en algunas ocasiones, incluso aspiró a ser rey.
El decorado, súbitamente, ha mutado en forma drástica. La proximidad de la cita electoral de mayo y la unánime advertencia de los sondeos en contra de los intereses de la izquierda han propiciado un cambio notable en la actuación del presidente, obsesionado con las urnas y con su futuro personal. Sánchez ya no quiere el armiño, ni siquiera piensa en su sueño republicano. Se conforma con no perecer en el superdomingo de mayo, un anhelo que se antoja casi imposible.
Una vuelta a la normalidad se palpa estos días en Zarzuela. Parece dejar atrás «esa tierra oscura, ese rincón desbordado de frío» que mencionara Kipling. El funeral de Isabel II señaló el momento de la recuperación. Una cita erizada de riesgos que los estrategas de la Casa (Alfonsín y compañía) sortearon con habilidad. Tan sólo una coincidencia gráfica de don Felipe con su padre, inevitable y hasta balsámica, en la abadía de Westminster. Luego, cada uno a su casa. Sin más roces ni testimonio alguno de afectos o tensiones. Prueba superada. Por el momento. La serie ¿Qué narices hacemos con el Emérito? continúa, y, posiblemente, no tenga un final feliz.
El abucheo estruendoso a Sánchez en cada plaza que ha pretendido la ovación, ya Sevilla, Toledo o hasta Getafe, donde los genios de Moncloa idearon un recorrido callejero sin prensa por si los pitidos
La imagen de don Felipe recobra aliento en el pálpito de una sociedad angustiada por la crisis y temblorosa ante un invierno de espanto. La de Sánchez, sin embargo, se precipita hacia la frontera del desastre. Basta un vistazo a youtube. El agasajo popular al Monarca en su visita a Lebrija, cálido hasta el fervor, y el abucheo estruendoso a Sánchez en cada plaza que ha pretendido la ovación, ya Sevilla, Toledo o hasta Getafe, donde los genios de Moncloa idearon un recorrido callejero sin prensa por si los pitidos, signa el estado de ánimo de una sociedad en trance de convertirse en activo electorado. .
Este 12 de Octubre resucita también la tradicional recepción en el Palacio Real, con su besamanos eterno y su copichuela de fatigosos corrillos. Un engorro protocolario con decenas de invitados prescindibles que cumplen una larga espera hasta alcanzar el momento en el que, durante un segundo, pueden saludar a Sus Majestades. La monarquía también es eso, un rosario de tradiciones, un despliegue de liturgias, una ostentación de exóticas ceremonias. El Rey ha recuperado actividad, agenda, brillo, presencia y, por supuesto, calor popular. Todo se conjura, en venturosa conspiración, en aras de un cambio político que se palpa ya inevitable. Y acelerado. «Toda estrafalaria cosa es posible, salvo la eternidad del sanchismo», cabría apuntar en pálido homenaje a Graussac. El rostro severo del Rey,, entonces, quedará atrás.