Ignacio Camacho-ABC
- Pensado y decidido para construir alrededor de la Corona un cortafuegos, el «destierro» de Juan Carlos deja a Felipe VI solo y en situación de creciente aislamiento. La presión ejercida por el Gobierno demuestra que el Rey no tiene ahora mismo el control completo de sus tiempos
Era una medida irremediable que difícilmente servirá de remedio. Si acaso, como una forma de comprar tiempo, una tregua para facilitar a la Corona, como dice el comunicado oficial, un cierto sosiego. Pero el exilio, que de eso se trata, no detendrá la montería política porque la pieza que los cazadores quieren cobrar no es el Rey Emérito. Y tampoco va a colar que se trata de una decisión propia porque el Gobierno se ha encargado de difundir sus presiones a los cuatro vientos. Es un desahucio que el propio Gabinete ha vinculado, con inaceptable frivolidad, a su necesidad de aplacar a los socios republicanos en la negociación de los presupuestos. Es decir, a un asunto de sesgo oportunista y
de mero interés doméstico en el que ha involucrado la estabilidad del sistema que encarna la figura de Felipe VI.
En el fondo de este desgraciado episodio hay un grave problema, y es que, al margen de su controvertida relevancia penal, la mayoría de las maniobras financieras privadas que han puesto a don Juan Carlos bajo sospecha tienen notable apariencia de resultar ciertas. Y son susceptibles de una rotunda censura ética aunque las hayan denunciado un policía corrupto y una comisionista sentimentalmente despechada, personajes turbios propios de una mediocre novela negra. Un Rey no puede crear una estructura fiduciaria (presuntamente) opaca a Hacienda ni recibir enormes sumas en metálico de una nación extranjera. Judicialmente le asiste una presunción de inocencia que debe ser defendida con máxima firmeza, pero moralmente se la retiró hace unos meses la propia Zarzuela cuando el monarca vigente se desmarcó por escrito y ante notario de esas actividades y de cualquier vinculación de herencia.
Por razones difíciles de justificar, el artífice de la moderna democracia española ha malversado una parte de su legado. No la esencial, que quedará en la Historia como un ejemplo asombroso de transición sin traumas desde una dictadura a un impecable sistema parlamentario, sino la que afecta a su imagen como símbolo de la nueva España que él mismo había alumbrado. Y lo que es peor, ha facilitado -impelido por un sentimiento de impunidad personal- que los enemigos de la Constitución utilicen su caso para armar una operación de acoso al régimen monárquico, sabedores de que constituye la clave de bóveda del actual modelo de Estado. Un gigante de su altura no merecía acabar, cargado de oprobio y de rechazo, como otro Borbón más en un destierro bien conocido por sus antepasados. Sin embargo, aquellos tuvieron que salir de España a consecuencia de nefastos fracasos y Juan Carlos se va por no haber entendido el cambio del paradigma de ejemplaridad contemporáneo.
La cuestión clave es ahora la soledad institucional en que queda su heredero. Está solo, como el Adriano de Yourcenar, ante un destino incierto. Tiene el respaldo de una probable mayoría social pero no puede contar con el compromiso sincero de un Ejecutivo sostenido por una alianza de republicanos irredentos, a los que además se enfrentó con talante resuelto cuando el proyecto de nación española zozobraba ante un desafío de secesión que la amenazaba desde dentro. En teoría, la expulsión -que tal cosa es, con mayor o menor consenso- de su padre debería servirle de cortafuegos pero la realidad es que lo deja sin parapeto ante la previsible continuidad del incendio, sometido a un progresivo ninguneo gubernamental y bajo una creciente sensación de aislamiento. En política, que es de lo que se trata, tiene una importancia crucial el control de las circunstancias y de los momentos, y el Rey Felipe no ha sido en esta ocasión, objetivamente, el dueño total de sus tiempos.
Quizá no lo haya sido del todo desde que accedió al Trono, salvo en aquel 3 de octubre en que, con un Gobierno colapsado y encogido, decidió actuar como Jefe de Estado en pleno ejercicio. Nadie le aseguró que fuera a ser el suyo, por las condiciones en que lo recibió, un reinado tranquilo, pero los acontecimientos familiares y políticos -la abdicación forzada, el proceso de Iñaki Urdangarin, el bloqueo electoral, la insurrección separatista, la demoledora emergencia del coronavirus-han comprometido su bitácora y achicado su margen desde el principio. Agarrado a la letra y al espíritu de la Constitución de 1978 ha logrado mantener el equilibrio; ahora empieza una etapa en la que le va a tocar moverse a golpe de instinto, en medio de una descomunal crisis de Estado y de convivencia en la que falta perspectiva, pensamiento estratégico, serenidad de juicio, y sobra ventajismo, delirio emocional, espectáculo, ira y ruido.
Ese reto, fundamental para la estabilidad colectiva, implica también a la parte de la sociedad española concernida por los valores de neutralidad, unidad y entendimiento que representa la Corona. No es sólo Don Felipe el que está ante una responsabilidad histórica. Partidos, instituciones independientes, sectores de influencia civil y ciudadanos comunes han de hacerse oír, frente a la ofensiva rupturista, en defensa de la concordia. La monarquía no es hoy un ideal ni un mito sin significado sino un instrumento pragmático, una garantía de arraigo para preservar la cúpula del Estado de tentaciones disruptivas y aventurerismos sectarios. Es el fruto de un acuerdo social, de un acta de paz suscrita en la Constitución por el pueblo español como único sujeto soberano. Ser hoy monárquico no implica otra cosa que estar a favor de ese gran pacto, el que ha llevado a España a la etapa más exitosa de los últimos trescientos años. Mal futuro colectivo espera si esa voluntad de coexistencia y de tolerancia no es capaz de sobrevivir a un escándalo.