EL CORREO 04/02/15
TONIA ETXARRI
No es solo por seguridad. Es cuestión de educación en la igualdad y de respeto por las normas del país de acogida o de visita. Seguramente la mujer que paseaba por Vitoria luciendo velo integral, que fue conminada por la Ertzaintza a descubrirse el rostro, se habrá sentido atacada en su religión y costumbres. De la misma forma que la musulmana que se bañaba vestida en las piscinas de la capital alavesa. O la que no pudo subir al autobús porque el conductor se lo impidió al ir oculta tras su manto. O la abogada expulsada de la sala por el juez Gómez Bermúdez «por su indumentaria».
Pero estamos en la Europa (infiel). Y la no visibilidad de la persona resulta inquietante para un occidental. Nos intriga. Nos da inseguridad. Y después de los últimos atentados yihadistas, razón de más para sentirnos amenazados. Es una cuestión que plantea el dilema de la tolerancia frente a otras costumbres discutidas incluso por algunos musulmanes. Pero, además de la seguridad, se trata de no aceptar hábitos que pueden resultarnos ofensivos. Si bien es cierto que en España no existe legislación alguna que prohíba el uso del velo integral (el Senado lo aprobó en 2010 a instancias del PP y CiU, pero nunca se plasmó en norma jurídica, y los ayuntamientos que lo han intentado se han topado con el Tribunal Supremo que les recuerda que no tienen competencias para limitar la libertad religiosa), los viandantes tapados nos producen rechazo. A las mujeres occidentales, más. Ese tipo de prendas que hacen ostentación de la sumisión hacia el hombre nos parecen humillantes. De ahí que la asociación Clara Campoamor haya pedido que se tomen iniciativas legislativas, de una vez, contra el uso del velo integral.
No se trata de ver cómo nos solidarizamos con las pobres iraníes o saudíes que sufren latigazos o lapidaciones en su país. Se trata de ver qué hacer con la utilización del burka o el niqab en el nuestro. Esas cárceles de algodón que destierran a la mujer al más absoluto aislamiento, aunque deambule entre la multitud.
A raíz de los atentados de París, la pregunta recurrente fue: «¿Qué error hemos cometido para que los islamistas radicales nos declaren la guerra?» Y el error no ha sido otro que creer que los islamistas se querían integrar. En Italia, los salafistas exigen piscinas para mujeres. En Holanda, hospitales para musulmanes. El tiempo nos va demostrando que la alianza de civilizaciones no ha funcionado. Que el islamismo en general tiene un grave problema con la modernidad. Y con la democracia. Que no ha evolucionado como otras religiones. Porque ha sido incapaz de separar su fe de la vida pública.
Rechaza la libertad de expresión. Y, por supuesto, discrimina a la mujer. Este verano el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dio la razón a Francia y Bélgica con la prohibición de prendas que oculten el rostro en recintos públicos. El tribunal sentenciaba que «la cara juega un rol importante en la interacción social». Ocultarla en lugares públicos «puede ser una amenaza para la convivencia».
Cuando entró en vigor la ley de la prohibición en Francia, los legisladores dijeron que su objetivo era «prevenir atentados contra la seguridad de las personas y los bienes. Y luchar contra el fraude de identidad». Tan razonable como eso.