Antonio Rivera-El Correo

  • Los mitos con los que los terroristas mataron siguen igual de lozanos

Si el lehendakari Urkullu piensa que el ciudadano Juan Luis Ibarra puede ser un impresentable es que su desorientación y nerviosismo superan las apariencias. Una larga trayectoria y un decenio al frente de los jueces vascos le acreditan como persona cabal, no dada a declaraciones extemporáneas ni poco reflexionadas. Las que sin quererlo le han llevado estos días a la palestra respondían a una demanda del Seminario Fernando Buesa para que pensara acerca de algo que se echa poco en falta, a pesar de su importancia. Me explico. El terrorismo nos privó de bienes irremplazables, más de ochocientas víctimas mortales y muchas más de otros tipos; pero para hacerlo tuvo que erosionar valores recuperables, como el respeto por las normas de la democracia y del Estado de Derecho.

Dar cuenta de ello no era fácil, pero el exmagistrado lo ejemplificó con un caso reciente: diversas sentencias judiciales en relación a la aplicación de los derechos lingüísticos en la Administración han sido recibidas por sectores de la opinión pública con descalificaciones poco asumibles. Se pretende presentar a los jueces como un todo unitario, ajeno al país, sordo a la presunta unanimidad de todo un pueblo y amenaza para la existencia de este. El lenguaje no es novedoso en Euskadi y cada vez es más habitual en el resto de España. Un diario ultranacionalista señalaba entre los males que vienen de fuera la avispa asiática, el mosquito tigre y los jueces españoles. En otros tiempos habría sido como para ponerse a cubierto, y nombres de magistrados como José María Lidón lo constatan. Hoy no queda sino desnudar la continuidad de esas heridas culturales de las que habló Ibarra, que persisten tras el final del terrorismo y que estuvieron antes que él, en la base intelectual que lo originó.

Juan Luis Ibarra diseccionó con detalle cinco sentencias concretas agrupadas por algunos en una ofensiva judicial contra el euskera. Concluyó que es gratuito llamarlas así, y que todo responde al objetivo de deslegitimar a la Judicatura ejerciente en tanto que obstáculo último -como acostumbra la Justicia- al deseo de unos particulares que no se aviene a la ley. Una ley, por cierto, vasca, redactada por legisladores vascos y ratificada por sucesivos ejecutivos también vascos desde hace décadas.

La descalificación actual, resolvía el exmagistrado, nos remite a tiempos pasados, más peligrosos, en los que un trinomio de argumentos justificaba el rechazo, la exclusión y el crimen contra los togados. Eran tres: los jueces no son nuestros jueces, la legalidad la conceden los pueblos y no los Estados, y esos jueces (por españoles) no están capacitados para juzgarnos. Donde pone jueces se podía colocar otra actividad profesional y resultaría otro colectivo a sumar a los objetivos en el punto de mira sanador terrorista.

El exmagistrado hablaba de unos casos de actualidad en los que la aplicación de normas lingüísticas remitía al euskera, pero lo fundamental es que podría estar hablando de cualquier otro asunto en disputa judicial. Lo sustantivo era la denuncia de una manera de conducirse de parte de la ciudadanía, que en otros tiempos no lejanos justificó la eliminación de quien tuviera otro criterio; lo accesorio era el euskera. Pero en esta tierra de santidad la referencia al euskera nubla la visión y el juicio, y cualquier razonamiento discurre por el retrete. Mucho peor aún -y de esto trataba el encuentro-, las repercusiones de las palabras de Ibarra han dejado al descubierto lo mucho que tenemos que recuperar para vivir en democracia en una sociedad sin terrorismo: diferentes instituciones vascas comparten esa cultura de la descalificación y de la conversión en enemigos del pueblo de cuantos no coinciden con sus apreciaciones al respecto de algo. Ahí radica el peligro de la situación: los terroristas han desaparecido, pero su manera de evaluar las opiniones ajenas, en términos de todo o nada, amigo o enemigo, dentro o fuera, siguen siendo las de antaño. Ahora ya no implican amenaza, pero sí escarnio y expulsión de la comunidad. Todo lo que representa el lehendakari Urkullu contra el ciudadano Ibarra, el poder de nuestra comunidad en su expresión última enfrentado expresamente al individuo concreto.

Las sociedades democráticas se pueden permitir que una minoría, incluso consistente, se maneje con procedimientos que no lo son, pero no pueden estar tranquilas cuando son las instituciones las que adoptan esas formas descalificatorias y excluyentes. El hecho de que esa exclusión no se pague hoy con la amenaza o el crimen no reduce la entidad e importancia de esos comportamientos, y nos señala con meridiana claridad todo lo que se llevó por delante o erosionó con sus lugares comunes el terrorismo, y todo lo que nos queda por recuperar. Aquellos mitos con los que mataron siguen, por desgracia, igual de lozanos, y eso nos debería llevar a la reflexión. Y al ciudadano lehendakari, también.