Cristian Campos-El Español
En el capítulo 4 de la serie de Netflix El club de las canguro una de las protagonistas, Mary Anne, recibe el encargo de cuidar a Bailey, una niña trans.
Cuando a Bailey le sube la fiebre, Mary Anne la lleva a un hospital. Los doctores aluden entonces a Bailey como «él» y Mary Anne, una niña de doce años, les riñe por haber «asignado el género incorrecto» a Bailey. «La estáis haciendo sentir insignificante».
En los Estados Unidos, el capítulo ha provocado polémica por tres razones.
El primero es el hecho de que El club de las canguro, que se basa en la serie de libros del mismo nombre de Ann M. Martin, sea una serie infantil.
El segundo, el hecho de que una menor aleccione a dos doctores adultos sobre el tratamiento que deben darle a una paciente también menor.
El tercero, la tesis de que las percepciones deben imperar sobre la realidad biológica incluso en casos en los que está en riesgo la salud del paciente.
Este último punto no es menor. Las enfermedades exclusivas o prevalentes en un sexo no son excepcionales. El cáncer de próstata, la hemofilia, la gota o la hipertensión son exclusivas o mayoritarias en los hombres, que tienen un sistema inmunológico más débil que el de las mujeres. El cáncer de mama, el alzheimer, la anemia ferropénica o las enfermedades relacionadas con el tiroides son exclusivas o prevalentes en las mujeres.
¿Cómo se sentirá entonces Bailey si es informada de que padece una enfermedad prevalentemente masculina cuando el hecho de que aludan a ella con el pronombre equivocado la hace sentir «insignificante»?
A pesar de que no existe prueba concluyente alguna de que la percepción de género haya logrado que una mujer enferme de una enfermedad masculina, o viceversa, los medios de comunicación continúan hablando de «medicina de género» y no de «medicina de sexo», que sería el término científicamente correcto.
En su libro The Madness of Crowds. Gender, Race and Identity, el periodista británico Douglas Murray habla de las contradicciones a las que, en un momento u otro, se deberán enfrentar los defensores de la ideología de las identidades. Contradicciones tanto intelectuales como biológicas.
Entre las contradicciones intelectuales, el hecho de que el feminismo luche por la abolición de los estereotipos de género mientras el colectivo trans, o una parte de él, los reafirma al defender procedimientos químicos y quirúrgicos extraordinariamente invasivos con el objetivo de ajustarse al estereotipo más tradicional de lo femenino.
«Pretenden ser más mujeres que las propias mujeres» es ya una queja habitual de esa parte del feminismo que no ve con buenos ojos las pretensiones del colectivo trans al interpretar que este mina los cimientos ideológicos del movimiento.
El colectivo trans podría responder a ello con algunas preguntas interesantes:
Si los estereotipos de género han sido modelados socialmente y no tienen nada que ver con la biología, ¿quién modeló la primera sociedad que implantó esos estereotipos de género? ¿Quién ha implantado esos estereotipos de género en otras especies animales y las ha conducido al dimorfismo sexual?
Y si esos estereotipos de género son tan artificiosos e irreales, ¿por qué se han perpetuado a lo largo de miles de años y en centenares de culturas radicalmente diferentes?
Y a partir de esas preguntas surge una más, que es clave. ¿Quién ha comprendido mejor la esencia –el arquetipo– de lo femenino? ¿El feminismo o el colectivo trans?
Entre las contradicciones biológicas, el hecho de que esos procedimientos químicos y quirúrgicos acaben provocando en los pacientes exactamente el tipo de cambios físicos y psicológicos que podría esperar un defensor de la tesis de que los sexos existen, son dos y están determinados por los genes y no por la influencia social de entes abstractos como el patriarcado o el capitalismo.
Explica Murray el caso de un paciente, James, que pasó por una terapia hormonal para hacer la transición de hombre a mujer. Los efectos en su cuerpo y su mente fueron exactamente los mismos que habían sufrido miles de pacientes anteriores a él. Efectos que Murray describe, irónicamente, como «salvajemente sexistas».
James, que estaba tomando estrógenos y antiandrógenos –bloqueadores de la testosterona–, se volvió más emocional. Lloraba frecuentemente sin motivo. Su piel empezó a suavizarse y su grasa corporal se redistribuyó. Sus gustos cambiaron. Le emocionaban películas diferentes. También se modificaron sus gustos musicales e incluso cambió lo que le gustaba hacer en la cama con su pareja.
Nadie a lo largo de su transición le planteó duda alguna a su idea de cambiar de sexo. Tan suave fue ese proceso que James empezó a sospechar. «Me lo presentaron todo demasiado bonito». Sólo su pareja receló: «No eres una mujer. Sólo eres gay». «Muy, muy gay» según dice el propio James mientras cuenta su historia.
Explica también James que cuando le dijo a su doctor que no le gustaba el rugby, este respondió «interesante». Cuando le dijo que no se llevaba demasiado bien con los chicos de su escuela, el doctor dijo «¡ajá!». A lo largo de su explicación flota la sospecha de que el criterio último de los doctores que trataron con él no fue el bienestar de su paciente sino el de ahorrarse problemas.
En un determinado momento del proceso, James decidió apearse de su tratamiento. Los efectos fueron exactamente los que predeciría un defensor de una teoría fuertemente biológica de los sexos: James se enfadaba con más frecuencia, se volvió más agresivo y su apetito sexual se incrementó de forma muy sensible.
Murray deja meridianamente claro a lo largo del libro que lo que está en debate no es si los trans deben tener los mismos derechos que el resto de los ciudadanos, algo que está fuera de todo debate. Tampoco se discute su derecho a cambiar de sexo o a vivir su vida como lo deseen. Se debate la rotundidad, y a veces la frivolidad, con la que se pontifica sobre asuntos que apenas han empezado a ser explorados por la ciencia.
Habla también Murray del caso de Melissa, una niña americana con síndrome de Down. Melissa sufría varios problemas físicos y psicológicos. Además, estaba enferma de leucemia. Su madre decidió buscar explicaciones alternativas para la situación de Melissa. Acabaron convenciéndola de que su hija era trans.
Entre los que apoyaron el diagnóstico estaba el activista trans Aydin Olson-Kennedy, profesional de la salud mental en Los Angeles Gender Center.
Aydin es marido de la doctora Johanna Olson-Kennedy, directora del Center for Transyouth Health and Development del Hospital de Niños de Los Angeles, la mayor clínica transgénero de los Estados Unidos.
Los Olson-Kennedy son dos de los principales defensores de la tesis del temprano tratamiento de niños trans. Ambos son, además, consultores de la farmacéutica Endo. Que, entre otros productos, fabrica testosterona.