Jorge Bustos-ELMUNDO
Nos estamos equivocando con Sánchez. Nos empeñamos en seguir la doctrina Calvo respecto de la cualidad esquizoide que permite disociar a Pedro Sánchez del presidente del Gobierno en función de la impertinencia con que le golpee la hemeroteca. Pero quizá Sánchez no sea el pícaro sin escrúpulos que muda de posición y se opone a sí mismo con descaro para escamotear toda responsabilidad. Quizá Sánchez es el político del futuro, el prototipo que se adelanta a la era de la política biónica, el líder mitad humano mitad máquina alimentada con energías renovables. Sánchez es ese muñeco cilíndrico de plástico hueco que unos chorros de aire inflan y bambolean arbitrariamente, y que se emplea para decorar los conciertos y la fan zone de las finales de Champions. Ese muñeco nos gobierna sin poder gobernarse a sí mismo.
Yo pensaba hasta ahora –y conmigo numerosos diputados susanistas– que la conducta de Sánchez era materia más apropiada a la terapia de los psicólogos que a la ciencia de los politólogos. Nada de eso: es un caso para la física. Estamos ante un presidente cuántico. La física cuántica admite los comportamientos paradójicos, porque una partícula cuántica no posee un valor único, definido, sino que los admite todos al mismo tiempo; esta propiedad de superposición no excluye la capacidad de transportarse a través del espacio vacío. Ahí es donde entra el Falcon. El espacio vacío equivale a la gestión de Sánchez estos siete meses.
Sánchez consumó ayer su obra maestra de la bilocación simultánea. La violencia con que Sánchez atacó a Sánchez inspiraba tal compasión que Ana Pastor estuvo a punto de parar el Pleno y encargar dos ambulancias: una para Sánchez y otra para Sánchez. Nos informó de que había visitado Bosnia en su día, pero con las mismas podría haber presumido de serbio y de croata sin moverse de trinchera. Denunció con vigor la fractura social generada por el independentismo –«¡Qué escándalo, aquí hay gente que se quiere independizar!»– y en el mismo Pleno trató de apaciguar a los independentistas y arremetió contra sus opositores constitucionalistas. Citó a Isaiah Berlin, sin reparar en que el sanchismo disuelve la dicotomía berliniana entre el erizo y el zorro. Porque Sánchez es el zorro de principios intercambiables y también el erizo de una sola idea: la de acceder al poder y mantenerse en él a cualquier precio.
Y los tertulianos advirtiendo de que iba a anunciar algo, alguna medida para garantizar el orden público en la Cataluña eslovena de Torra. Qué ilusos. Toda reacción ejecutiva de momento se limita a las cartas tremendas de Calvo o Marlaska, que a estas alturas ya deben de obrar en poder de los pajes de Cortylandia, como cualquier carta a los Reyes Magos. Tanto Casado –que lanzó otro gran discurso sin papeles contra el feldespato facial del presidente– como Rivera–que puso el dedo en la llaga electoral del socialismo moderado por la que se desangra el sanchismo– instaron al presidente a incoar el procedimiento del 155 o bien convocar elecciones, o ambas cosas. Pero Sánchez aún quiere durar otro mes más y se aferra al «aún no es tarde» que le tendió Tardà, que proyecta su fascismo rusoniano de salvaje inocente sobre los demócratas adultos y que de pronto dice una verdad: «Le votamos la moción de censura para negociar referéndum y amnistía, y si no avanzamos nos aboca a la desobediencia». En ese momento ardió el disfraz de estadista que se había probado Sánchez esa mañana ante el espejo.
El muñeco bailaba al son de las palabras, pero sus pies permanecían anclados en el suelo electoral de Andalucía. Ahí es donde hay que mirar para que los volatines verbales del cuántico no nos despisten. Ahí miran los barones acojonados. A esa hemorragia de votos que causa el presidente del Gobierno pero nunca Sánchez, porque Sánchez es inmune a su propia infección, una enfermedad llamada sanchismo que, como todas las enfermedades autoinmunes, ataca a las células sanas del partido y del cuerpo social. El sanchismo sólo lo sufren los demás. Los que se quedan en tierra cada vez que despega el Falcon.