Ignacio Varela-El Confidencial
- El punto de quiebra es aquel en que el personal comprende que sostener durante ocho años una fórmula de gobierno contrastadamente tóxica es apostar por que el país descarrile
Es relativamente sencillo señalar en la caída de todos los gobiernos de nuestra democracia un punto de no retorno, entendido como el instante en que el bloque social mayoritario (incluida una parte sustancial de su propia base electoral) cierra definitivamente la línea de crédito al gobernante de turno y, por mucho que este haga a partir de ahí, ya todo resulta inútil, porque su cuenta se ha clausurado y lo que se busca es la mejor alternativa posible.
La caída de un Gobierno suele ser multifactorial y se produce por una acumulación de malestares, decepciones, torpezas y conflictos mal resueltos. Lo que señala el punto de quiebra es el momento en que el deceso político se hace inexorable; o, si lo prefieren en lenguaje coloquial, cuando cae la gota que derrama el vaso y quienes pueden hacerlo empiezan a ponerte las maletas en la calle.
Visto desde hoy, podemos acordar que la UCD venía ya muy deteriorada, pero su punto de quiebra fue el golpe del 23-F. El punto de quiebra en la relación de los gobiernos de Felipe González con la sociedad fue la corrupción. Aznar tuvo su punto de quiebra al embarcarse en una guerra que el país rechazaba y que, además, resultó estar montada sobre una falsedad. El punto de quiebra de Zapatero se produjo el 12 de mayo de 2010, en aquella dramática sesión parlamentaria en que admitió su fracaso ante la crisis económica y arrió todas sus banderas. En el caso de Rajoy, también hubo una fecha clave, el 1 de octubre de 2017, y la imagen —insoportable para sus votantes— de un Gobierno a la vez burlado y desbordado.
Todos duraron unos meses más en el poder, pero la flecha estaba clavada: la sociedad había dejado de creer en ellos. Los protagonistas fueron los últimos en darse cuenta del momento en que pasaron su punto de quiebra. Algunos aún hoy no lo identifican.
Máximo Huerta ha revelado hasta qué punto Pedro Sánchez vive obsesionado, desde el día en que conquistó el poder, por cómo lo verá la historia (una monomanía prematura que forma parte de su cuadro clínico). Los futuros estudiosos de esta época errarán si afirman que el Gobierno de Sánchez cayó a causa de la ley del solo sí es sí, pero es probable que acierten si señalan ese suceso como el punto en que se hizo patente la inviabilidad del sanchismo-podemismo-nacionalismo como fórmula de gobierno para otros cuatro años.
La infausta ley del solo sí es sí no es ni de lejos lo peor que Sánchez le ha hecho a España, pero reúne las condiciones para convertirse en el hecho en torno al que cristalicen todas las animadversiones que han ido acumulando tanto el personaje mismo como su forma de ejercer el poder y su modelo de alianzas políticas. Si esto es así, las elecciones de mayo extenderán el primer certificado de la ruptura y las generales el definitivo.
Siendo grave el error de origen —una gigantesca cagada legislativa cometida a sabiendas, sobradamente advertida y dictada por la soberbia—, mucho peor está resultando su gestión desde que se descubrió el pastel. Todo viene siendo trompicado, atolondrado, descaradamente tramposo y resueltamente autodestructivo.
No es habitual escuchar a dos exvicepresidentes injuriándose y desvelando en la radio oficialista las deliberaciones del Consejo de Ministros, ni a miembros del mismo Gobierno tirándose de los pelos en la plaza pública, ni al portavoz parlamentario de la facción mayoritaria del Ejecutivo enlazando dislates verbales que avergonzarían a un colegial, ni a ministras desafiando públicamente a su presidente y este actuando como un transeúnte que pasara por allí de casualidad. Escuchando las explicaderas de Sánchez a su grupo parlamentario, se diría que viene enterándose del quilombo por la prensa.
El del solo sí es sí es un conflicto autoinducido: no vino del contexto como la inflación, ni de una calamidad como la pandemia, ni lo provocó un agente exterior al propio Gobierno. Nadie obligó a Sánchez a meterse en el charco de poner patas arriba el Código Penal para reparar una sentencia que ya había reparado el Tribunal Supremo por dar satisfacción a una de sus socias: la misma que anteriormente condujo al mismo Gobierno a abolir la biología, decretando en el BOE el fin de los sexos y abriendo de paso una guerra civil en el feminismo de izquierdas.
Además, los efectos nocivos de esa ley tocan un nervio social de sensibilidad máxima y de alcance universal. No hace falta ser hombre o mujer, de izquierdas o de derechas, feminista o machista, religioso o descreído, sanchista o antisanchista, para detestar a los violadores. Verlos beneficiándose en masa de la torpeza infinita de un Gobierno que se las da de progresista suscita un rechazo concreto, instintivo y prepolítico, que abarca a todos los sectores sociales y a todas las posiciones ideológicas. Para el sentir social, esto es mucho peor que los favores legislativos a los insurgentes de Cataluña, los estados de alarma anticonstitucionales o la corrosión sistemática del entramado institucional.
Cuando se mete la mano en un avispero como ese, lo único sensato es sacarla cuanto antes, pedir disculpas y tratar de reparar lo que sea reparable del destrozo. En lugar de hacer eso, se han mostrado en carne viva todas las miserias y agujeros de una coalición dislocada desde la cuna.
Los podemitas han exhibido todo su cerrilismo, que es mucho. Y el partido de Sánchez, con la redacción de su proposición-remiendo, ha sacado a la luz que, además de rebajar las penas a los agresores sexuales, la ley de marras contiene una amplia colección de disparates adicionales: por ejemplo, en ella se reduce la protección a los menores víctimas de delitos sexuales; con ella es posible imponer penas superiores a los menores de edad que delinquen que a los adultos; al derivar todos los casos de agresión sexual a las audiencias provinciales, se ha provocado en estas un colapso en los procesos, y la famosa disposición adicional que habría podido evitar el estropicio y se desechó por innecesaria, ahora es imprescindible.
Solo en un país políticamente desquiciado puede suceder que la oposición ofrezca sus votos para resolver un problema y eso suponga una tragedia para el Gobierno. Imaginar su proposición aprobada en el Congreso gracias a los votos del PP y con la oposición beligerante de sus socios enfurecidos produce pánico en la Moncloa.
El punto de quiebra, en resumen, es aquel en que el personal comprende que sostener durante ocho años una fórmula de gobierno contrastadamente tóxica es apostar por que el país descarrile. Y como ya no caben engaños y esta es la única fórmula que Sánchez puede ofrecer, toca buscar alternativas distintas al no-es-no fundacional y al sí-es-sí probablemente terminal.