Kepa Aulestia-El Correo

  • Sánchez describe el país con un cincuenta por cien de progresistas y un cincuenta por cien de conservadores. Pero no explica cómo ha podido gobernar cinco años sobre una realidad tan igualada

En su última entrevista televisiva, Pedro Sánchez describió el país con un cincuenta por cien de progresistas y un cincuenta por cien de conservadores. Pero no se detuvo a explicar ni cómo ha podido gobernar durante cinco años sobre una realidad tan igualada, ni cómo piensa seguir haciéndolo en adelante. Era de esperar que el secretario general de los socialistas ofreciese un dibujo menos simétrico de España. Que hablase, por ejemplo, de una mayoría social coincidente con los valores de las izquierdas o, cuando menos, remisa a verse arrastrada por las derechas. Sin embargo, como si se tratara de una amable concesión a estas, prefirió dejar la cosa en un empate ideológico que, lógicamente, se decantaría por la mayor o menor movilización electoral en un campo o en el otro. Aunque tampoco se refirió explícitamente a esto último. Optó por hablar del antisanchismo, como una burbuja que se habría generado artificialmente, presentando su figura unida a «mentiras, maldades y manipulaciones» hasta convertirlo en «un monstruo de siete cabezas».

El término sanchismo es empleado de manera crítica y hasta despectiva. Lo cual no quiere decir que no exista como una manera peculiar de ejercer la política, de procurar mayorías para el gobierno, e incluso de reconducir la tradición socialista. Solo que al calificar con una palabra todo cuanto hace, dice o parece Sánchez, el sanchismo acaba perdiendo significado. Inicialmente se identificó con la capacidad mostrada por el líder del PSOE para volver a la secretaría general después de ser depuesto del cargo. Resistencia. Junto a ello destacó su disposición a prescindir de la mediación de los órganos internos del partido y de las instancias territoriales a la hora de comunicarse con las bases. Una actitud comprensible, dado que fue el aparato el que se deshizo de él cuando se negó a facilitar la investidura de Mariano Rajoy. Pero que con el tiempo ha revelado que se trataba de algo más que de una revancha pasajera.

Luego vendrían las rectificaciones a las que se ha referido los últimos días para desmentir que hubiese engañado a la opinión pública. La desinflamación de la cuestión catalana, la búsqueda trabajosa de la estabilidad en el gobierno y hacer frente a la pandemia primero y a las consecuencias de la guerra de Putin después justificarían su empeño. Pero la palabra sanchismo no se refiere a las políticas desarrolladas, sino al modo de llevarlas a cabo. Incluida la defensa a ultranza de la coalición con Unidas Podemos, incluso en sus momentos más difíciles. Para desentenderse finalmente de ella tras conocer el resultado de las elecciones locales y autonómicas del 28 de mayo. Después de haber apadrinado a Yolanda Díaz en el lanzamiento de Sumar, y brindado a ERC y EH Bildu la presentación de la ley de vivienda, la última rectificación del sanchismo ha sido congelar relaciones con todos los grupos a su izquierda hasta después del 23-J.

El sanchismo se refugia en sus orígenes. El presidente y candidato a la reelección no cree necesitar de mediadores para conectar con el público. Ni siquiera de entrevistadores, sean de casa o de fuera. Se pregunta a sí mismo. Tampoco necesita de los demás responsables del Gobierno o del partido, más que para cubrir huecos. El sanchismo evita pensar que el antisanchismo está en el cansancio generado por el presidente, más que en la «ola reaccionaria».