Ignacio Camacho-ABC

  • Iglesias no necesita pruebas para declarar a Ayuso culpable. De qué da igual, ya se le ocurrirá más tarde

Aseguraba Fouché, el genio tenebroso de Zweig, que con una carta privada de un hombre cualquiera podía encontrar un motivo para meterlo en prisión y acaso enviarlo a la guillotina. Ése es el paradigma del Terror: la arbitrariedad del poder ejercida en nombre de una supuesta razón de Estado. Toda la arquitectura democrática de los últimos dos siglos largos responde a la intención de evitar el abuso de autoridad y la condena de antemano. Su piedra angular es el principio de presunción de inocencia, la base del moderno procedimiento penal aunque haya sido abolida en el ámbito social por los linchadores espontáneos de las redes y el populismo mediático, las nuevas ‘tricoteuses’ del furor revolucionario. La gran regresión de la mal llamada ‘nueva política’ consiste en algo tan antiguo como la elevación de la demagogia al rango de jerarquía moral y del capricho ideológico al de fundamento probatorio.

Pablo Iglesias ni siquiera necesita una carta para declarar a Díaz Ayuso culpable. ¿De qué? Da igual, ya se le ocurrirá algo más tarde; él no lo sabe pero seguro que ella sí, como en el infame proverbio árabe. En la mitología del desclasado jacobino de Vallecas, el poder consiste en la facultad de inspirar miedo y de encarcelar al discrepante. Que le corten la cabeza, como ordenaba aquel personaje de Carroll. Toda la naturaleza gratuita y veleidosa del despotismo está concentrada en la aparente inocencia surrealista del ‘pensamiento Alicia’: la potestad literalmente ejecutiva de la Reina de Corazones y la capacidad del que manda para dictar (Humpty Dumpty) los significados del neolenguaje. Las palabras, decía Zapatero, al servicio de la política. Y las instituciones, añade el credo poscomunista con la vista fija en los administradores togados de la justicia. Juegos de tronos, metáforas de adolescentes convertidos, como en ‘El señor de las moscas’, en feroces constructores de distopías.

Derecha criminal, acusa el caudillo de Podemos. ¿Pruebas? Qué más dan; las encontrará, como Fouché, en cualquier recoveco. La ideología, el autoposicionamiento en el lado correcto de la Historia, otorga la capacidad de criminalizar al adversario. A los criminales se les persigue y se les encarcela; el Gulag contemporáneo empieza en la alegoría siniestra de un cordón sanitario y acaba en la consideración del opositor como un delincuente. En los tribunales populares no hacen falta magistrados. «Yo sí te creo, hermana», proclama una ministra -la pareja de Iglesias- ante la denuncia de malos tratos sin acreditar proferida por una famosa de tres al cuarto. El plató o la tribuna de mitin como salas de juzgado.

Se trata de hipérboles electorales, minimizan los biempensantes. Pero no: es el aplastamiento de la libertad como una reliquia burguesa. Es la cultura de la cancelación, el borrado del disidente en nombre de la hegemonía moral de la izquierda.