Cristian Campos -El Español
Lo explicaba Ignacio Varela hace tres meses en un artículo titulado La derecha es cosa de hombres. Si en España sólo votaran los hombres, la derecha arrasaría. Si sólo votarán las mujeres, ganaría la izquierda por poco. Varela daba un dato más. Son las mujeres, desde los tiempos de Felipe González, las que elección tras elección salvan al PSOE.
Quizá por eso Yolanda Díaz ha acelerado su proceso de conversión en princesa Disney del comunismo Tous. Para hacer digerible entre ellas a una izquierda radical que, con Pablo Iglesias al frente, las ahuyentaba en la misma medida que las ahuyenta Vox. Si Díaz lo consigue, Pedro Sánchez tendrá un problema en 2024.
Yolanda Díaz tiene la mitad del camino recorrido. Los papers pueden convencerte hasta de que el socialismo funciona, pero es la píldora roja de la biología la que hace aflorar la realidad oculta de la política. Y lo que dice la biología es que lo que hace que las mujeres tiendan al conservadurismo proteccionista de la izquierda y los hombres, al riesgo inherente a las políticas procapitalistas de la derecha no es el condicionamiento social sino millones de años de evolución.
[No existe mayor éxito mercadotécnico que el de la izquierda apropiándose de la etiqueta progresismo y encasquetándole a su rival la de conservadurismo cuando la realidad es exactamente la contraria. ¿Desde qué distorsión cognitiva puede considerarse progresista a aquel que pretende redistribuir los beneficios ajenos sin haber arriesgado nada en el envite y conservador a aquel que arriesga su capital por no conformarse con el mínimo común denominador que garantiza el Estado?].
Este artículo de Thomas B. Edsall en el New York Times titulado La brecha de género nos lleva a lugares inesperados es especialmente revelador. Edsall habla en él de un estudio de 2016 de la Higher Education Research Institute de la Universidad de Los Angeles (UCLA) realizado entre 137.456 estudiantes de primer año de 184 universidades americanas.
El estudio demuestra que la polarización ideológica es la más extrema desde 1966. Sólo un 42,3% de los estudiantes dice situarse en el centro del escenario político, mientras que un 35,5% se considera progresista o de extrema izquierda y un 22,2%, conservador o de extrema derecha.
Pero el más interesante es el análisis por sexos. Un 41,1% de las mujeres se considera progresista o de extrema izquierda, por sólo un 28,9% de los hombres. Ellas están también más preocupadas por el cambio climático (con casi 5 puntos de diferencia sobre los hombres: luego veremos cómo las mujeres tienden a exagerar los riesgos) y a favor del control de armas en un porcentaje 16,6 puntos superior a los hombres.
Otro resultado llamativo. El 86,6% de los estudiantes que se consideran progresistas o de extrema izquierda dicen ser tolerantes o muy tolerantes con las personas que sostienen opiniones diferentes a las suyas, en comparación con un 82% de los que se consideran centrados y un 68,1% de los que se consideran de derechas.
Y digo «llamativo» porque los estudiantes que en los Estados Unidos boicotean y agreden a los conferenciantes cuyos puntos de vista no coinciden con los suyos pertenecen, en un 100%, al primer grupo. ¿Es sólo una distorsión cognitiva (es normal considerarnos mejores personas de lo que somos en realidad) o existe alguna razón más profunda?
Aparentemente, la segunda opción es la correcta. Edsall cita en su artículo un estudio de 2017 de la Knight Foundation en la que se constata que las mujeres, puestas en la tesitura de escoger entre la libertad de expresión y una sociedad multicultural («diversa e inclusiva») escogen la segunda en un 61% de los casos. En el caso de los hombres, el resultado es exactamente el contrario: un 64% de los hombres opta por la libertad de expresión frente a un 35% que opta por la sociedad diversa e inclusiva.
[Obviamente, la dicotomía es falsa, pero es muy probable que el objetivo del estudio fuera demostrar el apoyo de los jóvenes universitarios a la censura de las voces contrarias a la imposición de las políticas identitarias woke].
¿Cómo se compagina entonces el apoyo a una sociedad «diversa e inclusiva» con las agresiones a aquellos que defienden puntos de vista distintos a los tuyos?
La respuesta es obvia. Si consideras que la multiculturalidad es un valor superior a la libertad de expresión te será más fácil justificar la violencia contra aquellos cuyos puntos de vista amenazan dicha multiculturalidad. También te será fácil justificar la idea de que la libertad de expresión debe ser limitada. Y no sólo frente a la injuria o la calumnia, sino frente a cualquier idea contraria a uno u otro aspecto de esa multiculturalidad.
Pero la libertad de expresión es un derecho esencial y las sociedades multiculturales son sólo una preferencia ideológica. Una sociedad no multicultural, pero en la que la libertad de expresión esté protegida, será con total seguridad una sociedad democrática. Pero no ocurrirá lo mismo al contrario.
El mismo concepto de sociedad multicultural alberga además una contradicción, pues admite la coexistencia de diferentes sistemas morales en una misma sociedad. También los de aquellos que niegan la multiculturalidad y aspiran a convertirse en hegemónicos a costa de las libertades de los Estados de derecho occidentales.
Que una sociedad sea multicultural, además, no dice nada acerca de su compromiso con las libertades civiles. La sociedad diversa del progresismo es una preferencia estrictamente estética. La libertad de expresión, en cambio, determina de forma clara el grado de compromiso con la democracia de quien la defiende. Con total seguridad, alguien que considera la libertad de expresión como un derecho «prescindible» en beneficio de un ideal de sociedad concreto es un totalitario.
Pero ¿a qué se debe ese rechazo mayoritariamente femenino de la libertad de expresión en beneficio de un ideal de sociedad concreto? Aquí es donde entra en juego la biología. Por motivos de economía sexual, los hombres muestran una mayor propensión al conflicto. Conflicto físico, pero también dialéctico.
¿Por qué? Porque desde un punto de vista biológico (estoy hablando de millones de años de evolución, no de la sociedad de 2022) las posibilidades de un macho de tener una descendencia numerosa con parejas distintas son muy superiores a las de una mujer.
Ellas, en cambio, deben invertir una gran cantidad de recursos en el cuidado de una pequeña cantidad de crías. Y eso hace que las mujeres muestren una mayor aversión al riesgo y al conflicto. El hombre puede obtener un beneficio mayor (aunque también un daño mayor) al optar por el conflicto. La zona de confort de una mujer es, sin embargo, la calma chicha del apaciguamiento.
[Y quizá por eso sigue habiendo todavía hoy más hombres columnistas que mujeres columnistas en el género periodístico conflictivo por excelencia: los Latorre, Peláez e Ivars son la regla y las Maldonado, Landaluce y Argudo, la excepción. Hablo de columnistas con opiniones fuertes, no de aquellos que ofrecen argumentos de carril y que se limitan a comentar el transcurrir meditabundo de las horas con alguna reflexión pastoral sobre la vida, el ser y la nada: de esos los hay por igual en ambos sexos].
Como dice Steven Pinker en el artículo del New York Times, una cría sin madre morirá con casi total seguridad. Pero un macho que ha tenido 10 crías con 10 parejas diferentes puede estar razonablemente seguro de que al menos alguna de ellas sobrevivirá. El coste del conflicto, de cualquier conflicto, es por lo tanto diferente para él y para ella.
Las mujeres, por término general, sobreestiman las amenazas, ven como un riesgo mayor la existencia de ciudadanos que no se adaptan a las normas morales hegemónicas y suelen preferir soluciones de compromiso que eviten la posibilidad de que sus enemigos se venguen. Cualquier hecho que ponga en riesgo esa paz social es por tanto visto por ellas como una amenaza directa, aunque esta amenaza sea muy relativa o incluso inexistente, y de ahí que las mujeres recurran con mucha mayor frecuencia al linchamiento y a la marginación social de aquel que ha perturbado dicha paz. La famosa cancelación.
El apaciguamiento y la marginación social son, por tanto, estrategias claramente femeninas. El conflicto extremo de suma cero, aquel en el que puedes ganarlo o perderlo todo, es sin embargo una estrategia claramente masculina, tan rentable si sale bien como personal y socialmente destructiva si sale mal. Las mujeres prefieren una mala paz que una buena guerra. Los hombres, lo contrario. Y por eso las mujeres se muestran más proclives, por término general, a reducir los riesgos que comporta el ejercicio extremo de las libertades en beneficio de la estabilidad social.
Y por eso las mujeres son conservadoras y los hombres, progresistas. En el sentido correcto y no politizado de ambos términos.
Dos preguntas finales para una taxonomía política biologicista:
1. ¿Por qué en España las personalidades femeninas fuertes (ahora se les llama «empoderadas») como Isabel Díaz Ayuso, Cayetana Álvarez de Toledo, Rita Barberá, Soraya Sáenz de Santamaría o Esperanza Aguirre surgen en la derecha con cierta regularidad mientras que el modelo de mujer de la izquierda radical ha sido mayoritariamente el de la abuela protectora (Yolanda Díaz, Manuela Carmena, Ada Colau, Mónica Oltra, Mónica García) y el de la izquierda socialista, el de la secundaria sumisa al líder (el PSOE no ha tenido en 40 años de democracia una sola Ayuso)?
2. ¿Por qué el modelo de macho dominante y castigador es sin embargo más habitual en la izquierda (Felipe González, Pablo Iglesias o el mismo Pedro Sánchez) mientras que el modelo del líder de derechas ha sido el padre-abuelo-novio desprovisto al 100% de carga sexual (José María Aznar, Mariano Rajoy o el mismo Pablo Casado)?
En la respuesta a ambas preguntas se esconde otro artículo.