El síndrome Josué

ABC 14/12/16
IGNACIO CAMACHO

· Esa propuesta de ingeniería social sobre los horarios laborales merecería habérsele ocurrido a alguien de izquierda

PARA abordar el consenso con el PSOE, imprescindible en un mandato en minoría, este Gobierno trae de serie una ventaja: está trufado de socialdemócratas de derechas. Sus ministros siempre muestran buena disposición para subir impuestos, apretar a las empresas, aumentar el gasto público o acolcharse en la deuda. No hay medida intervencionista a la que no otorguen buena acogida, como si pertenecer a un sedicente Gabinete liberal les provocase una especie de mala conciencia. Cuando los convalecientes socialistas se recobren de su desmayo político van a encontrarse con un problema; el PP se está apoderando de su programa, ocupando su espacio y aplicando con entusiasmo sus ideas.

La propuesta de acortar los horarios laborales merecería habérsele ocurrido, y tal vez haya sido así porque procede del pacto con Ciudadanos, a alguien de izquierdas. Porque se trata exactamente de eso, de un proyecto de aficionados a la ingeniería social y al experimento de las ocurrencias. Un caprichoso arbitrio propio del sindicalismo funcionarial, que por cierto se ha rebotado al sentir invadida su presunta jurisdicción en la materia. Un plan que sólo podría aplicarse en la Administración y en cierta industria convencional, porque desdeña el peso de la economía de servicios –hostelería, comercio, teleoperación, turismo–, soslaya la estructura fragmentada del tejido empresarial e ignora sus índices de competitividad media. Un modelo artificial que pretende importar el de Europa en una organización del trabajo muy poco europea.

Eso también es una modalidad de populismo: prometer cosas que no se pueden cumplir. Por bienintencionado y conciliador que sea, al sistema de Báñez le falta maduración de diagnóstico y viabilidad de implantación porque España carece de las condiciones previas. De productividad, de nivel salarial –devaluado por las reformas del mismo Gobierno–, de calidad del empleo, de métodos de funcionamiento y hasta de distribución del tiempo. Aplicarlo por decreto sólo conduciría, como la semana de 35 horas, a abrir la brecha laboral que divide a los empleados públicos de los del sector privado, sometidos a la implacable competencia de los balances y los resultados. Se trata de un resorte mental clásico del ordenancismo político, esa tendencia a creer en la omnipotencia genesíaca del legislador, en la facultad demiúrgica de cambiar los hábitos sociales promulgando un reglamento. Pero el duro mundo del trabajo, sobre todo en tiempo de crisis, se entiende mal con la relojería. Hay clientes que atender, pedidos que entregar, mercancía que vender, objetivos que cumplir. Y una ministra no es Josué para pedirle al sol que se detenga cuando le conviene.

Eso sí, los diputados ya se han mostrado favorables a chapar a las seis para favorecer la conciliación. Esta gente tan sacrificada siempre está dispuesta a dar ejemplo.