El descrédito que afecta a una institución no concede ventaja alguna a las demás instancias constitucionales, sino todo lo contrario. La polémica designación del letrado Enrique Arnaldo como magistrado del Tribunal Constitucional por parte del Congreso ha demostrado esta semana que la política partidaria insiste en colonizar las instituciones a impulsos de una concepción sectarizada de la democracia representativa. El fin que justifica un pacto tan poco escrupuloso del PSOE y Unidas Podemos con el Partido Popular no es -en contra de lo que se ha alegado- la renovación de los órganos constitucionales. La intención compartida por las tres formaciones parlamentarias es consolidar su poder respecto a instancias supuestamente independientes del poder ejecutivo y del legislativo. En apariencia se trataría de una expresión de fortaleza por parte de los partidos implicados, capaces de metabolizar con naturalidad el mal gusto, de convertir el disenso en una fuga hacia ninguna parte, de consagrar unos modos que van en sentido inverso al ideal democrático. Pero en realidad es una manifestación de extraordinaria debilidad que lleva a la política partidaria a echar mano de todo resorte de influencia porque se siente endeble sobre la volatilidad de su propia representación y con estructuras internas que requieren del sometimiento vertical para sostenerse.
Esta semana el país se ha vuelto un poco menos constitucional que antes. La designación de los cuatro magistrados correspondientes al Congreso se ha mostrado, en el mejor de los casos, como si se tratase de un reparto de premios individuales de los que los agraciados serían más o menos merecedores. Pasando por alto la relevancia institucional del TC en la delimitación del marco legislativo que, al someterlo a un pacto que encierra en sí mismo la polarización partidaria, sitúa los pronunciamientos futuros del Constitucional a merced de la desconsideración de quienes no los compartan.
Las leyes sancionadas en tales condiciones tendrán un indiscutible valor jurídico, pero se verán contestadas una y otra vez por cualquier formación parlamentaria o grupo social que cuestione su legitimidad porque su origen sea un órgano cogido con pinzas. Además, el descrédito que afecta a una institución no concede ventaja alguna a las demás instancias constitucionales, sino todo lo contrario. Un TC discutido en su propia renovación presupone que el Congreso ha quedado en entredicho, que el Gobierno acapara funciones correspondientes cuando menos formalmente a los grupos parlamentarios, y que los partidos quedan retratados en su debilidad sectarizada acallando a sus electos. Qué decir de lo que pueda suceder con el CGPJ. No es que se precise otra ética o se requieran virtudes públicas. Falla la política en su dimensión más terrenal y escrupulosa.