JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • Mientras se desarrolló la polémica sobre los candidatos al Constitucional se despacharon con unas líneas las sentencias sobre el estado de alarma

Viviendo en la realidad española actual, resulta casi imposible pensar en una elección pacífica de las personas que deben integrar los órganos constitucionales o de otras instituciones, ya sea el Tribunal Constitucional o el de Cuentas. Acabamos de verlo con la elección de los cuatro nuevos magistrados del Tribunal Constitucional y el fuego concentrado sobre uno de los candidatos propuesto por el Partido Popular y que, curiosamente, es quien probablemente acredita una mayor competencia y especialización en el ámbito del Derecho Constitucional. Bien está que se informe, se critique y se censure lo que se considere procedente en cada caso. Menos coherente es que se demonice la elección de los cuatro magistrados como el resumen de todas las maldades del sistema y a cambio pasen prácticamente desapercibidos males mucho más graves.

Observamos a los que sacan pecho exhibiendo voto en conciencia contra una determinada persona, pero acreditan unas enormes tragaderas en su apoyo a la compañía de fuerzas políticas y personajes de pésima catadura. El escándalo selectivo, la indignación unidireccional, el recurso al chivo expiatorio llena de ruido el debate público para silenciar otras carencias de mayor profundidad.

Mientras se ha desarrollado toda la polémica sobre los candidatos al TC, se ha despachado con unas líneas la sentencia del tribunal en la que se afirma que el segundo estado de alarma, decretado por el Gobierno, desapoderó al Parlamento y canceló sus potestades de control sobre el Ejecutivo. Pocas expresiones pueden ser más duras que estas que dan cuenta ni más ni menos que de la suspensión del juego democrático con la excusa de hacer frente a la pandemia. Porque esta segunda sentencia del TC se añade a la anterior que declaró inconstitucional la suspensión de derechos fundamentales mediante un instrumento constitucionalmente insuficiente para ello como el estado de alarma.

¿Alguien ha asumido alguna responsabilidad por ello? ¿Ha habido alguna explicación de cómo se tomaron semejantes decisiones? ¿Tiene alguna importancia saber que la pandemia ha sido aprovechada desde el Gobierno para establecer un régimen de exención de responsabilidad política frente al Parlamento? Porque si, efectivamente, todavía resulta de alguna importancia que se respeten los elementos esenciales del funcionamiento de la democracia parlamentaria y el marco de garantía constitucional de los derechos fundamentales, entonces se entiende poco y mal la naturalidad con la que se está asimilando el hecho de que nuestro país haya vivido al margen de los imperativos constitucionales durante más de un año.

No solo nadie ha asumido ninguna responsabilidad, sino que desde el Gobierno se decidió atacar al Tribunal Constitucional, alegar el argumento tramposo de que el estado de alarma «salvó vidas» o descalificar el fallo de TC porque el recurso lo interpuso Vox. Como lo anterior no parecía suficiente, el reciente congreso del PSOE en Valencia elevaba a secretario para la reforma constitucional a quien ha dejado la Constitución hecha polvo con su arrogante ingeniería jurídica para eludir al Congreso. Y, claro, en este contexto se entiende que el Gobierno estuviera más preocupado por conseguir el apoyo de Bildu a la prórroga del primer estado de alarma a cambio de pactar la «derogación íntegra» de la reforma laboral que por hablar con la oposición de las objeciones -a la vista está que bien fundadas- que ponía a la arrogancia gubernamental.

Desapoderar al Parlamento y cancelar el control al que debe someterse el Gobierno deben de ser cuestiones menores comparadas con la elección de estos magistrados del TC, o al menos eso podía pensarse a la vista de un reparto tan desigual de la cuota de indignación y de vestiduras rasgadas en uno y otro caso. Pero incluso la indignación debe tener sus prioridades. Se ha normalizado la infracción de la Constitución con efectos masivos en una sociedad atenazada por la pandemia; se ha blanqueado la incorporación de Bildu a la dirección del Estado; se ha producido la transformación impúdica de la negociación presupuestaria en un mercado sin precedente, por mucho que se diga que todos los gobiernos lo han hecho.

La mentira de compromisos que nunca va a cumplir se ha establecido como una rutina tratándose del presidente de un Gobierno desde el que se injuria a otras instituciones, empezando por la Corona. Ahora los Presupuestos Generales del Estado, las reformas de pensiones y del mercado de trabajo, la verdadera realidad de la recuperación económica y la grotesca campaña de propaganda para hacer de Sánchez el líder europeo que no es deberían servir para afinar la sensibilidad y el escrúpulo, la dirección de la crítica y la descarga de nuestra indignación para que no se la lleven toda el Tribunal Constitucional o los acuerdos para elegir a sus miembros.