CON LA REVOLUCIÓN Francesa se producen en Europa dos cambios trascendentales: en el campo económico la llamada revolución industrial, nacida en Gran Bretaña y que va a ir engendrando economías industriales (frente a las economías agrícolas existentes desde el Neolítico) primero por Europa Central, extendiéndose después por el continente, y también por EEUU y Japón fundamentalmente. La tierra empieza a dejar de ser el factor de producción estratégico, siendo sustituido por el capital, necesario para la creación de industrias.
En el campo político y con la migración desde el campo a los suburbios de las ciudades (donde se encuentran las fábricas), surge el movimiento obrero y con él los sindicatos y los partidos socialistas radicalmente enfrentados a los tradicionales, conservadores o liberales, debido a las ínfimas y lamentables condiciones de vida de los trabajadores. El crecimiento económico que genera la citada revolución industrial va a ir mejorando poco a poco las condiciones de vida y con ello, mitigando el carácter radical de dicho enfrentamiento, dando lugar ya en el siglo XX a pactos y acuerdos entre la derecha y la izquierda que de esta manera van entrando en el sistema, turnándose con los partidos de derechas.
En los países a los que no llega la revolución industrial, el caso paradigmático es la Rusia de los zares, la izquierda no entra en el sistema, se radicaliza aún más abrazando el marxismo y origina la Revolución bolchevique de octubre de 1917. En el extremo contrario se encuentra Alemania cuyo partido socialista (después de los horrores del periodo nazi) adopta el llamado programa de Bad Godesberg de 1959 repudiando el marxismo y aceptando la propiedad privada y la economía de mercado; es decir, se integra plenamente en el sistema, siendo el modelo para los demás partidos socialistas europeos y dando lugar a la socialdemocracia.
El caso de España es singular: por una parte la revolución industrial, quizás exceptuando el País Vasco y algunas zonas de Cataluña, no llega hasta la segunda mitad del siglo XX, en concreto con el llamado desarrollismo de la década de 1960, iniciado por el llamado Plan de Estabilización de julio de 1959. Hasta entonces nuestro país era fundamentalmente agrícola, rural y pobre de solemnidad (hasta 1953 no se recupera la renta per cápita previa a la Guerra Civil: 300 dólares). No es de extrañar que, en estas circunstancias, los partidos de izquierdas se resistieran a entrar en el sistema.
Creo que es de justicia reconocer que le corresponde a Felipe González el mérito de haber conducido al PSOE desde el extrarradio del sistema a ser uno de los principales autores de la Transición a la democracia. En el ya famoso XXVIII Congreso del partido, propuso el abandono del marxismo y la aceptación de los principios de la socialdemocracia; aunque el Congreso rechazó la propuesta, ésta fue aceptada por un Congreso Extraordinario poco después. Ello ocurrió en 1979 en el que España, con una renta personal superior a los 3.000 dólares, se encontraba ya en el club de los países desarrollados, aunque muy lejos de los punteros.
Así, entre una izquierda integrada en el sistema y una derecha, democrática o reconvertida de la dictadura, acometieron la tarea de la modernización de España que equivalía a su europeización. Pocos años después, 1986, España pasaba a ser miembro de pleno derecho de la UE y 10 años después, gobernando la derecha, entraba en el exclusivo club del euro.
Desde entonces hemos atravesado una gravísima crisis económica, que ha trastocado también alguno de los principales presupuestos políticos del periodo democrático como el bipartidismo, y removido las diferencias sociales y generacionales, creando un ambiente de conflicto y enfrentamiento. Ahora tenemos nuevamente un Gobierno del PSOE nacido de una moción de censura y respaldado por una lacerante minoría parlamentaria. A mi juicio, este Gobierno tiene que decantarse más pronto que tarde, sobre todo a la vista de los últimos acontecimientos, por una alternativa fundamental que lo posicionará en la Historia.
Debe continuar y confirmar la senda abierta por Felipe González, consolidando un sistema –el democrático– que nos ha proporcionado la etapa de mayor libertad, igualdad y prosperidad de nuestra Historia, separándose y diferenciándose de los partidos antisistema (populistas e independentistas), erigiéndose en el pilar de la izquierda, incrementando la cohesión del cuerpo social zarandeado por la crisis económica, y contribuyendo a la creación de riqueza. Ello es particularmente necesario en un momento, como el actual, en que está partiendo un nuevo tren, el de la revolución tecnológica que no podemos permitir que nuestros hijos pierdan, como nuestros padres y abuelos perdieron en su día el de la revolución industrial; pérdida cuyas funestas consecuencias hemos conocido.
Con ello tiene la posibilidad de consolidar definitivamente nuestra forma de gobierno; la Monarquía parlamentaria, que tan buenos resultados nos está dando, y olvidar los añorantes cantos de sirena de los republicanos quienes parecen olvidar cómo terminaron nuestras dos repúblicas. En efecto, la Monarquía parlamentaria con sus características de neutralidad, independencia y visión a largo plazo (generacional, no electoral) se ha convertido en el arco de bóveda del sistema y por ello precisamente se ha convertido en el objetivo predilecto de los antisistema, ya sean populistas o independentistas y no por actos concretos del Rey, por otra parte de ejemplar comportamiento. Aunque pudiera parecer paradójico, Constitución y Monarquía constituyen hoy el binomio adecuado para asegurar a nosotros y a nuestros hijos el mejor futuro posible.
No debemos olvidar que la posición de España en Europa se encuentra en un momento dulce: con la salida de Gran Bretaña y la caída de Italia, España se encuentra en una posición inmejorable para servir de puente entre los grandes (Alemania y Francia) y los demás.
La otra alternativa sería aliarse con los populistas radicales (con los independentistas no cabe la alianza), formar, volviendo al pasado, un Frente Popular que fracturaría una vez más la sociedad española con las dolorosas y nefastas consecuencias que ya conocemos. Ello nos conduciría a la salida de Europa en un momento de gran debilidad de la Unión y volveríamos a ser lo que solventó la citada Transición política: «La anomalía europea».
Somos un pueblo viejo, sabio y además ahora rico para que nos vuelvan a engatusar con cuentos de hadas y otros adanismos que nos sitúen otra vez en la cuneta de la Historia.
Creo, en definitiva, que no debemos precipitarnos: una cosa son las piruetas y malabarismos necesarios para ganar una moción de censura, formar un gobierno o aprobar unos presupuestos y otra, muy diferente, decidir el lugar en el que uno quiere dejar a su país y pasar a la Historia: como un hombre de Estado o como un demagogo hábil. Claro que esto último es más fácil.
Eduardo Serra, ex ministro de Defensa, es presidente de Everis.