Ignacio Camacho-ABC
Sánchez ha redoblado el poder y la confianza al jefe de su aparato de propaganda para gobernar en perenne estado de campaña
El expresidente andaluz Rodríguez de la Borbolla solía decir que una cosa es ejercer el poder y otra el Gobierno, porque el primero tiende a satisfacer un interés personal y el segundo procura resolver los problemas del pueblo. Si el presidente Sánchez estuviese interesado en gobernar habría despedido a su jefe de gabinete -un especialista en técnicas electorales- por entender que ya ha cumplido con su trabajo, y lo hubiera sustituido por un alto funcionario con experiencia en los entresijos de la gestión del Estado: un perfil como el que González y Zapatero encontraron en José Enrique Serrano. Pero en vez de eso, lo que ha hecho ha sido reforzarlo por el procedimiento de incrementar las competencias de su cargo, convirtiéndolo en otro vicepresidente de facto. La decisión inviste a Iván Redondo como centurión de los guardias pretorianos que blindarán al líder en un círculo de poder reservado, una estructura paralela que controlará los verdaderos resortes del mando.
Lo significativo de la medida es que el primer ministro otorga la posición de máxima confianza al cerebro y jefe de su aparato de propaganda. Es decir, que la estrategia publicitaria ocupa entre las prioridades de La Moncloa un espacio de cenital importancia. Es en esa clave como hay que interpretar el cambio de la fecha tradicional del Consejo de Ministros, del viernes al martes, para condicionar la agenda política y mediática, que como bien explicó ayer Ramón Pérez-Maura pierde gran parte de su repercusión e influencia los fines de semana. Un truco similar lo sugería a principios de este siglo un personaje de «El ala oeste de la Casa Blanca», no en vano serie favorita del asesor plenipotenciario recién ascendido en el organigrama. Se trata de utilizar el Ejecutivo como caja de resonancia, de subordinar eso que ahora se llama, con un anglicismo, la gobernanza a una tensión comunicativa que mantenga toda la legislatura en estado perenne de campaña. De paso, el cambio colapsa el calendario de las sesiones de control y achica el campo a la oposición parlamentaria. No hay puntada sin hilo bajo la apariencia de una mera rutina burocrática.
Este Gobierno va a funcionar con una atención puntillosa, obsesiva, por la venta de su acción política. No sólo por dominar las tertulias, copar los titulares o dirigir la conversación en las redes sociales, sino por planificar su trabajo como una especie de spot constante. La comunicación no será el complemento, sino el eje, la base sobre la que planificar cada movimiento, cada iniciativa, cada proyecto. Así fue también durante el último año y medio, con la coartada de que se trataba de un mandato provisional, de un interregno limitado por la falta de mayoría en el Congreso. Pero ahora no es un recurso: es un modelo. El del concepto posmoderno de la política de diseño, a cuyo servicio las instituciones se transforman en un sonajero.