ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • Ni Sánchez ni su ministra de Hacienda quieren que se conozcan sus ingresos reales, pero exigen explicaciones al resto. Ya puede espabilar el PP
Desde enero de este año, El Debate ha publicado hasta tres concisas informaciones desvelando la resistencia de Pedro Sánchez a hacer pública su nómina, y la ayuda que la hasta ahora presidenta del Congreso, Meritxell Batet, le prestó para que ni él ni otros altos cargos del Gobierno difundan el coste real que le suponen al erario.
Entre ellos destaca el caso de María Jesús Montero, cuya responsabilidad al frente del Ministerio de Hacienda (y Confiscación) le obliga a un plus de transparencia que sin embargo incumple: la ministra responsable de haber elevado la presión fiscal un 96 por ciento con respecto a Aznar y un 46 por ciento con Rajoy; la culpable de que dediquemos casi la mitad de nuestros ingresos a mantener el estado de bienestar y el bienestar del Estado, esconde sin embargo lo que cobra en realidad.
Los dos, entre otros, tienen un sueldo como miembros del Gobierno que es público, y nada oneroso por cierto, pero también un sobresueldo, con toda probabilidad, como diputados por Madrid y Sevilla respectivamente: redondeando, entre mil y dos mil euros extra mensuales, a los que hay que añadirles la gratuidad total del transporte, la vivienda, los suministros energéticos, las comunicaciones y el mantenimiento y limpieza de los inmuebles que utilizan sin coste alguno para ellos.
En el caso de Montero, incluso le salió gratis cambiarse de cocina, con un coste de 24.000 euros que por supuesto pagó el contribuyente sin rechistar, un dato conocido, como el de tantos otros despilfarros, gracias a la tenacidad investigadora de este periódico.
Quizá eso explique que las declaraciones de bienes de Sánchez y Montero, publicadas a regañadientes y de manera incompleta gracias a los trucos contables antes descritos, refleje un confort que ya quisieran otros de sus generaciones: poseen varias viviendas y disfrutan de ahorros, planes de pensiones o fondos de inversión que nadie, con sus teóricos ingresos, podría lograr salvo que pudieran meterlos íntegramente en la libreta porque todo lo demás lo tienen pagado de antemano.
Pues bien, pese a que desconocemos los ingresos reales del actual presidente y de la recaudadora mayor del Reino, la polémica son los ingresos de Feijóo. Y los mismos que ayudan a los anteriores a guardar su secreto bajo siete llaves, dedican ingentes recursos a investigar los emolumentos del recién llegado diputado, coqueteando arteramente con el concepto de «sobresueldo opaco» para hermanar al gallego con la generación del infame Bárcenas.
Feijóo tuvo, al llegar a la presidencia del PP, un salario como senador y dos complementos como presidente del grupo popular en la Cámara Alta y como jefe del partido: nada inusual y desproporcionado, como tampoco lo es en el caso de Sánchez. Y por eso debería haberlo publicado y defendido desde el primer momento, por mucho que le constara el uso espurio de la información.
Pero lo dramático de la historia es que sirve para constatar, una vez más, la escandalosa vara de medir vigente en España, donde a Sánchez se le ayudaría a ocultar el atropello de un peatón en un paso de cebra pero a cualquier adversario se le lapidaría por saltarse un semáforo en ámbar.
El máster de Casado, las residencias de Ayuso o los ingresos de Feijóo han sido material inflamable contra el PP en el mismo país donde la tesis plagiada de Sánchez, los muertos totales de la pandemia o las nóminas originales del Gobierno se han protegido casi como secreto de Estado, el recurso infame con el que el sanchismo, tirando de una ley impulsada por Franco, ha querido tapar todos sus abusos y tropelías.
Y que algo tan obvio no se pueda desmontar fácilmente ofrece una lección impagable al PP y, en general, a cualquier contrincante del sanchismo con tics norcoreanos: cuando le perdonan la vida y no llevan hasta el final la persecución de sus múltiples excesos, acaban sufriendo en sus carnes una versión multiplicada por cien de lo que ellos no se atrevieron a hacer, por ingenuidad, educación o cortesía.
Y eso explica también la gran perversión final de la política española, donde alguien que quiere ser presidente con un prófugo, un golpista y un terrorista criminaliza la alianza del PP con Vox y es capaz de instalar en la opinión pública la estúpida idea de que España, en lugar de por el populismo y el separatismo, está en realidad amenazada por la ultraderecha. A tipos así, solo se les vence bajando a su mismo barro, con los mismos puños y parecida indiferencia a las reglas del juego.