- Una lectura atenta de Cien años de soledad revela una faceta hasta ahora desconocida de Gabriel García Márquez: su desprecio por los extranjeros y las clases humildes.
Acostumbrados como estamos a los supremacistas de por aquí, lo que menos esperaba era encontrarme, nada menos que en el Premio Nobel Gabriel García Márquez y en su novela más emblemática, Cien años de soledad, con algo similar a lo que podemos encontrar leyendo a Sabino Arana, donde tengo computadas, en sus obras escritas entre 1893 y 1898, no menos de 600 veces el término maketo y derivados para dirigirse de manera xenófoba a los llegados al País Vasco procedentes del resto de España.
En el caso de Gabriel García Márquez, de quien este año se celebra el 40 aniversario de su Premio Nobel, la sorpresa surgió de la manera más azarosa. Yo había leído Cien años de soledad con 17 años. Fue en la edición de bolsillo de Argos Vergara, esa que tiene un lomo verde y una portada surcada por lo que parecen ser dunas del desierto superpuestas en tonos ocres de distinta intensidad.
Y como les debió ocurrir a la mayoría de sus lectores, a mí también me embriagó la exuberancia de un castellano empleado con tanta maestría a miles de kilómetros de su solar originario, en un contexto natural selvático y caribeño, tan ajeno y lejano al de Las Merindades esteparias de Burgos.
Pero algo se me debió escapar entonces de aquella lectura, que ahora, al cabo de tantos años, ha surgido de modo tan diáfano a mi entendimiento.
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La primera pista me la dieron los primeros párrafos de Historia de un deicidio, el enorme ensayo de Mario Vargas Llosa donde se cuenta, nada más empezar, lo siguiente en relación con la madre del autor de Cien años de soledad: «Se llamaba Luisa Santiaga Márquez Iguarán y pertenecía al grupo de familias avecindadas en el lugar desde hacía ya muchos años que miraban con disgusto la invasión de forasteros provocada por la fiebre bananera, esa marea humana para la que habían acuñado una fórmula despectiva: la hojarasca«.
Dos ideas-fuerza brotaron brutalmente ante mí de este párrafo: el significado de La hojarasca, título de la primera novela de García Márquez, publicada en 1955, y el rechazo por parte de la familia del novelista a la invasión de dicha hojarasca.
Era un tema familiar, personal, antecedente directo del literario. Este prejuicio familiar quedará corroborado luego en el libro de entrevistas de Plinio Apuleyo Mendoza, titulado El olor de la guayaba, donde se recoge el testimonio de doña Tranquilina, abuela materna del nobel colombiano, que también tenía este concepto de la hojarasca:
«Para doña Tranquilina, la abuela, cuya familia era una de las más antiguas del pueblo, ‘aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra del hotel’ representaba simplemente la hojarasca, es decir, los desechos humanos que la riqueza bananera había depositado en Aracataca».
«Descubrí entonces que en realidad se trata de una auténtica novela identitaria, donde el protagonismo de la familia Buendía difícilmente oculta la del propio autor»
Me fui inmediatamente a la novela La hojarasca, que no había leído, pero que siempre me había intrigado por el título. Ahora ya sabía de qué iba y estaba deseando corroborarlo. Ya desde el prefacio se nos daba la definición del título:
«De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de piel y de recóndita muerte».
Teniendo en cuenta que en La hojarasca ya aparece Macondo, ahora quedaba ver cómo se trasladaba todo esto a Cien años de soledad. Fui leyéndola de nuevo, paso a paso, anotándolo todo esta vez.
Descubrí entonces que en realidad se trata de una auténtica novela identitaria, donde el protagonismo de la familia Buendía difícilmente oculta la del propio autor. Frente a ella hay tres colectivos despreciados y despreciables: los gringos, los cachacos y lo que en La hojarasca se llamaba «hojarasca», pero que aquí no se nombra por ese apelativo.
En su lugar se emplean estos otros cuatro términos: invasores, advenedizos, extranjeros y, sobre todo, forasteros.
Veamos ejemplos de definición para cada uno de ellos en Cien años de soledad.
El coronel Aureliano Buendía, por ejemplo, habla en un momento dado de «un régimen de corrupción y de escándalo sostenido por el invasor extranjero».
También se dice que «fue una invasión tan tumultuosa e intempestiva, que en los primeros tiempos fue imposible caminar por la calle (…) y el escándalo de las parejas que colgaban sus hamacas entre los almendros y hacían el amor bajo los toldos, a pleno día y a la vista de todo el mundo».
«Todo es poco para indicar la profunda diferencia de humanidad entre los recién llegados y una de las familias que ya estaban antes, en concreto la de los Buendía»
Con el término advenedizo: «Los antiguos habitantes de Macondo se encontraban arrinconados por los advenedizos».
Se habla indistintamente de «la invasión de la plebe», de «la naturaleza bestial de los advenedizos» o de «la sarna de los forasteros».
Todo es poco para indicar la profunda diferencia de humanidad entre los recién llegados y una de las familias que ya estaban antes, en concreto la de los Buendía. Que no es la única, pero sí una de las principales de entre las de «los fundadores de Macondo», que es la categoría que engloba a las pocas familias originarias.
Para los otros dos colectivos ya aludidos, el de los cachacos y el de los gringos, la posición de los Buendía resulta, en cambio, menos precisa o menos compartida por todos sus miembros. Pero no será por el profundo desprecio que les inspiran igualmente, sino por el provecho que pueden sacar de ellos.
Respecto de los gringos, por una parte está el coronel Aureliano Buendía, que llega a gritar: «¡Voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de mierda!», pero por otra parte está la matriarca Úrsula, con su sentido práctico, que ve bien que el personaje Meme se relacione con ellos, por el beneficio que les puede reportar.
Y en cuanto a los cachacos, aquí la cuestión es más sofisticada. Los cachacos son los capitalinos. El personaje que los representa es Fernanda, que se mete en la propia familia Buendía al casarse con Aureliano Segundo y que es descrita así:
«No había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el Gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos».
«Lo que distinguiría a los Buendía de los demás sería algo tan inasible e inopinado como ‘la soledad’, que es tanto como decir el capricho ombliguista y solipsista del propio autor»
Los cachacos son los descendientes directos de los conquistadores y a ellos atribuye el autor el episodio espantoso de la represión de los trabajadores, dejando a los Buendía al margen de esa responsabilidad, cuando resulta que los Buendía edifican su identidad precisamente sobre el desprecio de la hojarasca, y además tienen metida dentro de su propia familia a una de las representantes más acabadas de los cachacos.
El mayor problema, como siempre ocurre en estos casos, sobreviene a la hora de definir en positivo (y no recurriendo a la comparación grotesca y deformante) qué es eso tan singular que distingue a los Buendía de los demás y que los convierte en gente tan inalcanzable y superlativa.
Y aquí es donde el autor recurre a la famosa soledad del título. Lo que distinguiría a los Buendía de los demás sería algo tan inasible e inopinado como «la soledad», que es tanto como decir el capricho ombliguista y solipsista del propio autor, que describe así a algunos de los miembros de la familia.
De Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo, «lo único que conservaron en común fue el aire solitario de la familia». Hay un momento en que «al contrario de todos, Meme no revelaba todavía el sino solitario de la familia».
Para terminar, la identidad de Aureliano Babilonia se revela así: «Fue por esos días que en un descuido de Fernanda apareció en el corredor el pequeño Aureliano, y su abuelo conoció el secreto de su identidad. Le cortó el pelo, lo vistió, le enseñó a perderle el miedo a la gente, y muy pronto se vio que era un legítimo Aureliano Buendía, con sus pómulos altos, su mirada de asombro y su aire solitario».
Para mí quedó claro entonces que Cien años de soledad es la novela identitaria por antonomasia, cuyo juego de contraposiciones étnicas está en la base de todos los supremacismos que conocemos en la modernidad.
*** Pedro Chacón es Profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV-EHU. Su último libro es ‘Sabino Arana: padre del supremacismo vasco’ (La Tribuna del País Vasco).