ABC 28/07/15
IGNACIO CAMACHO
· Frente a un proyecto explícito y verbalizado de secesión no cabe hacer tabú de la respuesta democrática del Estado
LA Constitución de 1978, felizmente vigente, tiene 169 artículos. El 155 no es por tanto una suerte de coletilla irrelevante, ni una disposición adicional o transitoria; ni siquiera es el último del Título Octavo, el dedicado a la organización territorial del Estado. La reforma de la propia Carta Magna, tan manoseada en el debate político, fue abordada por los constituyentes dos títulos más abajo (artículos 166 al 169). El 155 forma parte de la estructura y regulación del modelo autonómico, y trata de cubrir o salvaguardar la eventualidad de que una comunidad en rebeldía se pase de rosca desobedeciendo las leyes al punto de comprometer «el interés general de España».
Pocas dudas pueden caber de que ése es el supuesto exacto del actual desafío soberanista: un proyecto de secesión que pretende ignorar el marco jurídico para convertir una autonomía en un Estado independiente, fracturar la unidad de España y por tanto subvertir la noción básica de la nación. Todo ello de manera unilateral y con un reto explícito de desobediencia que lo convierte, en la práctica, en una amenaza de golpe civil. No se entiende, por tanto, la supersticiosa prevención política que rodea a una eventual aplicación del artículo 155 en el caso de que el designio de ruptura llegara a materializarse. Frente a un plan manifiesto de «desconexión» de las instituciones catalanas, que incluye una declaración de independencia, el Gobierno tiene el derecho de verbalizar sus posibilidades de respuesta. Tiene incluso la obligación de hacerlo, toda vez que ante unas elecciones los ciudadanos catalanes han de contar con elementos de juicio para emitir un veredicto colectivo cuyas consecuencias deben conocer de antemano.
Este asunto es parte esencial de un debate que ha planteado Artur Mas, no el Estado. Si el soberanismo llevase a la práctica su órdago ilegal, los españoles deberemos reclamar al Gobierno que actúe para contrarrestarlo. Ni choque de trenes ni gaitas: el Gabinete prevaricaría si permitiese la fractura del Estado cuya gestión y defensa tiene encomendada. Existe un mecanismo constitucional legítimo que además, frente a lo que sugiere la propaganda secesionista, no insta al despliegue militar ni enormidades parecidas; ni siquiera menciona la suspensión de la autonomía. Simplemente contempla la imposición de instrucciones forzosas a las instituciones amotinadas, previo acuerdo por mayoría absoluta del Senado. ¿Deseable? En modo alguno. Sólo la ul
tima ratio democrática ante una posible emergencia nacional planteada por unos iluminados fuera de cauce.
En el actual punto de la cuestión carece de sentido la apocada cautela de no despertar a la bestia. La bestia está bien despierta, desafiante de pura arrogancia. Ya no ha lugar a tabúes; lo que debería ser tabú en un país moderno es la aventura excluyente, rupturista y cimarrona de una secesión por las bravas.