ABC-IGNACIO CAMACHO

Ese despropósito esperpéntico de los libros de texto esconde un enorme fracaso estructural bajo sus cómicos excesos

LO peor de ese desparrame de conceptos doctrinarios y caprichos anecdóticos que las autonomías obligan, como han contado los editores, a introducir en los libros de texto no es su disparatada arbitrariedad aldeana ni la posible violación de la libertad de cátedra, sino que tiene mal arreglo. Porque está amparado por la Constitución y por numerosas sentencias del TC, de tal manera que la Alta Inspección no podría, aunque quisiera, entrar en ello; que no es el caso porque ni siquiera ha tratado de proteger derechos y deberes primordiales –el del porcentaje lectivo en castellano, por ejemplo– arrasados en regiones como Cataluña sin el menor respeto. El problema va mucho más allá de que Canarias no quiera enseñar los ríos o que Andalucía exija cambiar un manual de música para que se cite en él al tambor rociero; se trata de que al amparo de las leyes de descentralización se han consolidado unos privilegios que consagran la desigualdad y que a estas alturas sólo se pueden eliminar mediante un acuerdo. Y como el nacionalismo considera la educación identitaria una piedra angular de su proyecto, no habrá modo de levantar un cierto consenso hasta que los partidos de Estado pierdan el miedo a implantar juntos un criterio cabal que ponga freno a ese despropósito esperpéntico que esconde un enorme fracaso estructural bajo sus cómicos excesos.

La solución, si es que aún queda alguna viable, no está en la supresión radical del Estado autonómico que propone el arbitrismo populista. Esas medidas de barra de bar no sólo ignoran la complejidad de nuestra arquitectura jurídica sino el papel equilibrador que el modelo territorial ha desempeñado para evitar la España de dos velocidades que quería configurar la ambición nacionalista. La única forma de devolver al país una aceptable cohesión educativa consiste en que alguna vez haya un Gobierno que lidere un plan de racionalización capaz de establecer una mínima uniformidad en normas, contenidos y metodología. Y eso no va a ocurrir mientras los partidos soberanistas ejerzan en la correlación de fuerzas parlamentarias una influencia decisiva. Es decir, mientras PSOE, PP y Cs se nieguen a colaborar juntos en un bloque constitucionalista que al menos en las cuestiones básicas de la convivencia pueda imponer por abrumadora mayoría pautas elementales de sensatez intelectual y de lógica política.

Pero dado que ni de lejos existe en la actualidad un clima de entendimiento, los partidos de ámbito nacional tienen a su alcance la facultad de impedir que las regiones donde gobiernan –13 de 17– se sumen al descalzaperros particularista que ha convertido la enseñanza en un cachondeo. Ahí carecen de coartada: disponen del poder, de las competencias y del dinero, y es su responsabilidad defender un sistema homogéneo. Su complicidad en el sainete de los libros demuestra su nula voluntad de hacerlo.