Ignacio Camacho-ABC
- Sánchez se siente mucho más incómodo con el consenso de la derecha que con el distanciamiento de sus socios
Ninguna de las llamadas que Sánchez hizo el fin de semana en Moncloa, inmortalizadas o teatralizadas en una foto que debió de tomar el fantasma de Iván Redondo, fue para contactar con el jefe de la oposición que le había expresado en público su apoyo. El presidente ha llegado a un punto de sectarismo paradójico en el que se siente mucho más incómodo respaldado por el PP que desautorizado por sus socios. De Casado le interesa el voto a la reforma laboral pero la crisis de Ucrania la quiere gestionar solo posando como un personaje de teleserie sentado ante un simbólico ‘teléfono rojo’. La realidad, sin embargo, es terca: su voluntad de asumir el compromiso con la OTAN -ya veremos
si hasta las últimas consecuencias- no cuenta con el visto bueno de los nacionalistas ni de la extrema izquierda ni de ninguna de las fuerzas junto a las que gobierna. De momento se puede permitir esa incoherencia porque confía en que el conflicto se resuelva sin confrontación bélica, pero como la situación se ponga fea habrá que ver cómo se enfrenta a las pancartas de ‘no a la guerra’.
La coalición de poder ha abordado el asunto como un simulacro, un reparto de papeles que escenifique discrepancias sin poner en riesgo el pacto. Los socialistas cumplen con los aliados atlánticos enviando a la zona un barco y Podemos se desmarca con su reflejo antiamericano, un ten con ten sostenible mientras la tensión internacional se mantenga en el plano diplomático. Otra cosa será en el caso de que Rusia invada territorio ucraniano y el panorama cambie al sonar el primer cañonazo. Ese escenario, que es verosímil, requerirá decisiones de otro rango, la clase de responsabilidad en que el rol de comandante en jefe no admite teatro. Cuando hay vidas en juego y militares a la espera de órdenes del mando sirven de poco los montajes gráficos impostados.
Hasta que eso suceda, ojalá no, las dos facciones del Ejecutivo tienen margen para interpretar un desacuerdo y Sánchez se puede dar el lujo de desdeñar el consenso. Con un coste cierto, el de la evidencia pública de que en su Gobierno hay gente con la que no se pueda contar para un problema serio. Pero eso ya lo sabía, y lo verbalizó, antes de pactar con ellos sin que parezca haber tenido luego dificultades para conciliar el sueño. La diferencia es que ahora son los españoles los que perciben esa falta de fiabilidad y la sensación inquietante de que el Consejo de Ministros, órgano teóricamente colegiado, es un grupo inestable y mal avenido de coleccionistas de frivolidades donde hay dos partes que funcionan cada una a su aire y están a punto de dejar de hablarse. Quizá por esa razón los asesores presidenciales han tratado de aparentar con la famosa sesión fotográfica que al frente de la nación hay alguien capaz de ocuparse de las cuestiones verdaderamente importantes. Sólo que para creerlo es menester algo más que una imagen.