ETA propondrá la tregua verificable, que garantice la deseada mediación internacional, y ex Batasuna dirá que su vía es estrictamente política y que nada tiene que ver con decisiones ajenas, sin denunciar a ETA. Y tocará seguir como estamos, cultivando la confianza en un desmantelamiento progresivo a medio plazo con la política actual, y manteniendo la oferta implícita de que el giro copernicano será recompensado con la legalización, y algo más en política penitenciaria.
Después de la tormenta provocada por las palabras del presidente, juzgando que las recientes posiciones de la izquierda abertzale no habían sido «en balde», más los rumores y/o datos sobre contactos y entrevistas, su declaración ha sido terminante. Primero, procede guardar silencio sobre la política antiterrorista, un asunto de Estado que ha de quedar fuera de todo debate. Segundo, no es cierto que su actuación al respecto se encuentre guiada por intereses personales o partidarios, ya que el fin de ETA sería «un triunfo de todos».
Sobre lo segundo, poco hay que decir. Cierto que sería una gran satisfacción para todos, pero el triunfo político, con un enorme rendimiento ante la opinión, correspondería al jefe de Gobierno que lo lograse. Pensemos en lo que la salvación de los mineros sepultados acaba de suponer para el presidente Piñera en Chile. Por otra parte, es lícito que Zapatero desee la aceleración del proceso y que en consecuencia trate de empujar a la izquierda abertzale para que una eventual caída de Damasco, declarando inequívocamente el rechazo de la estrategia del terror de ETA, permitiera el primer paso de normalización con la presencia de sus candidaturas en las próximas elecciones y un aislamiento decisivo de la banda. Mejor aún si ETA declara poner fin, no treguas verificables, permanentes o intermitentes, sino acabar de una vez por todas con la «lucha armada». Pero de inmediato Eguiguren y Urkullu han advertido que los cuentos de la lechera aquí no valen. Como mucho, en un próximo comunicado, llenándose la boca de buenos deseos, ETA propondrá la tregua verificable, que garantice la deseada mediación internacional, y ex Batasuna dirá que su vía es estrictamente política y que nada tiene que ver con decisiones ajenas, sin denunciar a ETA. Y tocará seguir como estamos, cultivando la confianza en un desmantelamiento progresivo a medio plazo con la política actual, y manteniendo la oferta implícita de que el giro copernicano será recompensado con la legalización, y algo más en política penitenciaria. No hay que otorgar excesiva importancia al contraste entre el inevitable optimismo del «no es en balde» y el cierre dado por Jáuregui: la información puede haber cambiado.
El silencio obligado no procede, ya que no es la acción antiterrorista solo lo que está en juego, sino una política de mayor alcance, donde la ejecutoria del presidente sugiere el deber de la transparencia por su parte y la cautela de los demás. El secreto sobra porque hoy no debe haber nada que negociar. Otra cosa bien distinta es seguir cultivando de un modo u otro la acusación lanzada en su día por Mayor Oreja, y aireada recientemente al máximo por los medios de derecha, de un contubernio entre el Gobierno y el círculo de ETA.
En fin, cabe esperar del nuevo Gobierno que se dedique a explicar sus políticas, pero no en el sentido del marketing sugerido por Zapatero, sino definiendo líneas de actuación claras y tratando de exponer los problemas, y no silenciándolos, como ha ocurrido con diversos temas desde la evolución de la crisis económica a la política con nuestro vecino del sur o el islamismo. Sin estridencias, la reciente entrevista de Jiménez con el ministro marroquí ha aportado un primer signo de claridad, incluso sobre el Sáhara. Y la alta política no ha de ser el único espacio del cambio. Carece de sentido que las instituciones directamente dependientes del Estado se dediquen solo a clamar contra la incomprensión occidental y a cooperar públicamente con países como Irán en el tema de la mujer, mientras Sakineh espera al verdugo. El terror de Al Qaeda está además presente, y del silencio o la angelización se alimentan la islamofobia y el racismo.
A menor escala, el episodio de Cunit resulta ejemplar. Sea su origen económico y religioso, la persecución violenta en dicho pueblo de Fátima por sus correligionarios, y las acusaciones por trabar amistad con infieles o no llevar velo, forzando su exclusión, constituyen un perfecto ejemplo de cómo tiene lugar la imposición del islamismo. El coraje de Fátima constituye la excepción que confirma la regla, pues lo habitual es que una mujer aislada frente a imam y umma en tales circunstancias ceda a la coacción. Por fin, la inhibición de la alcaldesa socialista implica un acomodaticio reconocimiento de la comunidad religiosa como centro de poder por encima de la defensa de la libertad. Y no sueñe el comentarista con que las autoridades islámicas de Cataluña salven esta situación. Corresponde a la autoridad democrática aportar luz y justicia.
Antonio Elorza, EL PAÍS, 6/11/2010