Javier Tajadura-El Correo

En la política democrática manda el cortoplacismo. ¿Para qué dedicar esfuerzos y recursos a un peligro que igual no se materializa hasta que haya otro gobierno?

La crisis global provocada por el Covid-19 ha revelado, con toda crudeza, un problema fundamental de las democracias contemporáneas para el cual ni la teoría ni la praxis política han alumbrado una respuesta mínimamente satisfactoria: la necesidad de actuar pensando en el largo plazo.

Todos decimos que el Covid-19 ha surgido como un ‘cisne negro’, esto es, como un acontecimiento imprevisible, pero no es cierto. La tan injustamente denostada OMS convocó en 2018 a los mejores expertos para que examinaran y determinaran cuáles eran las principales amenazas para la salud de la Humanidad. Junto al ébola, el SARS, el zika y diversas fiebres, los especialistas advirtieron de que uno de los principales retos sería hacer frente a un agente infeccioso que pasaría de los animales a las personas y sería mucho más contagioso y letal que la gripe. Esa enfermedad provocaría un colapso sanitario, económico y social a nivel mundial. Dos años después ese vaticinio se ha hecho realidad.

Y no era sólo la OMS. Diversos centros de investigación de Estados Unidos y de otros países avanzados alertaban -algunos desde 2005- sobre la necesidad de prepararnos para una gran pandemia. Desde un punto de vista técnico-científico, que esta se iba a producir era un dato indiscutible. Sin embargo, durante años, los Estados no adoptaron las medidas necesarias y, cuando el virus surgió y mostró su potencial destructivo, el invierno pasado, ya era tarde. Es cierto que era imposible anticipar el momento exacto del surgimiento de la enfermedad, pero también lo es que se podían haber paliado sus efectos si se hubiera actuado pensando a largo plazo, utilizando modelos de estrategia militar y movilizando previamente una gran cantidad de recursos. ¿Por qué ningún Estado lo ha hecho? Los Estados autocráticos, por razones evidentes. Actúan al servicio de intereses concretos y no tienen por finalidad la defensa del interés general. Pero, ¿y los Estados democráticos? Estos sí actúan al servicio del interés general y la salud de los ciudadanos es un elemento esencial de dicho interés. La razón por la que las democracias han fracasado en la prevención de la enfermedad reside en su incapacidad estructural para adoptar acuerdos y decisiones a largo plazo. En el marco de la política democrática se impone el cortoplacismo. El objetivo es ganar las próximas elecciones y el horizonte del político no se extiende nunca más allá de cuatro años. En este contexto, ¿para qué dedicar esfuerzos y recursos para afrontar un peligro que igual no se materializa hasta dentro de diez años, cuando sea otro gobierno el que esté al mando?

Eso fue lo que pasó en la crisis económica de 2008. Esta no fue un fenómeno natural inevitable. Tuvo causas concretas y sus efectos pudieron haberse mitigado si se hubiera actuado antes. Sin embargo, ningún dirigente político quiso asumir el coste de frenar la enorme burbuja inmobiliaria gestada en la época de Aznar. Habría resultado tremendamente impopular. Se prefirió esperar a que estallara, con las consecuencias devastadoras que todos conocemos.

El cambio climático se configura como el gran paradigma de las insuficiencias de la democracia para actuar pensando en el largo plazo y afrontar con éxito los grandes desafíos en los que la Humanidad se juega su supervivencia. A pequeña y gran escala comprobamos que los intereses (minoritarios) organizados y cortoplacistas han prevalecido durante décadas sobre el interés general que la democracia pretende conformar y garantizar. Aunque el interés de todos consista en respirar un aire limpio, la contaminación del aire es la principal causa de muerte evitable en Madrid y otras grandes ciudades de Europa. Resolver el problema de la contaminación del aire, de la movilidad y calidad de vida en las ciudades y en definitiva del cambio climático exige adoptar medidas inmediatas pensando en el largo plazo y en muchos casos contrarias a determinados intereses.

En la medida en que los estados constitucionales son los únicos que garantizan la dignidad y la libertad de las personas, es imprescindible incorporar a su arquitectura instituciones y procedimientos que introduzcan el largo plazo en la decisión política. Poderes neutrales como los bancos centrales deberían configurarse como el modelo para crear agencias de salud y de medio ambiente capaces de velar por un interés general que, como la crisis del Covid-19 ha desvelado, dista mucho de estar garantizado.

El banco central está obligado a pensar a largo plazo. Debe velar por la estabilidad de la moneda y para ello dirige la política monetaria con plena independencia. De la misma forma, es preciso crear instituciones que velen por la salud y por el medio ambiente y dotarlas de la autonomía, los recursos y las competencias necesarias para ello.