JOSEBA ECEOLAZA-EL CORREO
- La transmisión de la verdad sobre la barbaridad de ETA es una obligación moral si queremos superar el trauma. Para que nadie nunca vuelva a decir que no sabía
Los de ETA han sido unos muertos incómodos, sobre todo porque les taparon la boca con la tierra podrida del ‘algo habrá hecho’. Saber, sabíamos que estaban allí abajo gritando ‘¡estamos aquí!’, pero los cautiverios mentales de algunos de nosotros eran más fuertes que su verdad. Por eso, sacarlos del olvido cerrado donde los han querido sus asesinos es hacernos a nosotros mismos un favor. Porque las víctimas, su recuerdo y su presencia nos hacen mejores.
Por ello tan importante como el relato es la verdad, porque para mantener el silencio y el odio hicieron falta muchas mentiras. La memoria de lo que ha provocado el terrorismo en nuestras vidas supone un recordatorio de lo que nunca debiera suceder, por eso exige un aprendizaje continuo, una visibilidad permanente. No es que lo hagamos una vez y ya. Exige tenerlo presente porque de alguna manera ese recuerdo es un antídoto frente al culto a la violencia. Recordar no es solo un acto simbólico. Recordar es también resistir ante unas ideas autoritarias por las que se asesinó en nuestro nombre.
Escribía certero Muñoz Molina que «no hay injurias más fáciles de olvidar que las que han sufrido otros, sobre todo si es uno mismo el que las ha cometido». Ante la tentación del olvido o de la interpretación sesgada de lo sucedido quedan las víctimas, con su mano alzada y sus vivencias. Pasar del asunto, mirar con hastío a quienes pretendemos recordar o huir hacia delante nunca debería ser una opción.
El «no debió suceder» que expresó Otegi hace unas semanas no es lo mismo que «no debimos hacerlo»: en lo primero aparece una visión táctica del final del terrorismo; en lo segundo, una convicción ética. Y era exigible lo segundo porque ETA es mitad fracaso, mitad catástrofe.
El odio hacia el otro y la ideología autoritaria en la que se parapetaba ha sido la ruina de mucha gente, a pesar de vivir en un lugar del mundo privilegiado, y en ocasiones en familias privilegiadas. Afirma Martín Alonso que el odio es una emoción de bajo coste; sobre todo, digo yo, para quienes empujaron al precipicio a cientos de jóvenes. Sobre ello Carmen Gisasola, una de las presas de ETA que inició el camino de la ‘vía Nanclares’ basado en la autocrítica y el reconocimiento del daño injusto causado, en 2019 apuntó que «en mi pueblo son solo media docena de forofas de la lucha armada las que no me saludan. Pero decir, no me dicen nada. ¿Qué me van a decir si se han pasado cuarenta años evitando entrar en ETA?».
Florencio Domínguez, en su libro ‘La agonía de ETA’, destaca que un amigo de un miembro de la banda le escribió: «La ETA militar cada vez es menos militar. A ver si zumbáis fuerte y empezar a poner muertos encima de la mesa, que lleva un tiempo vacía». El dirigente etarra Txomin Iturbe escribía así al ‘comando Zuberoa’ en 1978: «Bueno, sin más y esperando que continuéis con ejecuciones, nos despedimos de vosotros con un fuerte abrazo, y hasta la vista». «Yo no he asesinado a nadie, yo he ejecutado. No me arrepiento», confesaba Josu Zabarte, otro miembro destacado de ETA, en una entrevista.
Y ese pensamiento se trasladó a la violencia que ETA ejerció; al quién y al cuándo, pero también al cómo. A Vicente Zorita, asesinado en 1980, le pegaron siete tiros, pero antes, arrodillado como estaba, le pusieron una bandera española en la boca. Era miembro de Alianza Popular. A Antonio Cedillo, policía nacional, le tirotearon en una carretera rural de Rentería en 1982, salió malherido, logró pedir auxilio y se metió en una furgoneta camino al hospital. Sin embargo, el comando volvió a la zona, detuvo la furgoneta y remató a Antonio. Eso mismo le hicieron al exguardia civil José María Panizo, en 1978. El miembro de ETA que le descerrajó varios tiros se dio cuenta de que, caído en el suelo, no había muerto, se acercó al cuerpo de José María, le puso la rodilla en el cuello y le disparó en la cabeza.
Más. Asesinan al guardia civil Aurelio Prieto, natural de Extremadura. Su viuda, Conchi Fernández, viaja en un avión de carga camino del entierro de su marido. Allí, entre el eco metálico y la soledad del aparato, el féretro, la hija en común de seis meses y la hermana de Conchi llenan el vacío. Van camino de Mérida a empezar una nueva vida en una tierra que no era la suya porque Conchi era de Alsasua.
El exilio interior, el que llena de tristeza infinita una vida, tal vez haya sido uno de los peores exilios que hayan tenido que sufrir muchas víctimas. En 1982 ETA asesina al industrial Rafael Vera Gil. A los tres meses, su viuda, María Dolores Bernisa, se suicida.
Todavía estamos en el tiempo del testimonio. Porque la transmisión de toda esta barbaridad que fue el matar es una obligación moral si queremos superar un trauma como el de la violencia. Sobre todo para que nadie nunca vuelva a decir que no sabía.