El tiempo muerto en Cataluña

LIBERTAD DIGITAL 19/01/17
PABLO PLANAS

· Visto el panorama, la aplicación del artículo 155 de la Constitución empieza a oscilar entre lo urgente y la oportunidad perdida.

Con cierta frecuencia se alude a las consecuencias que pueda tener entre los nacionalistas catalanes el incumplimiento de sus expectativas y la frustración consiguiente. La mayoría de los políticos partidarios de la independencia, en cambio, ni se plantean la cuestión. Ya sea por convencimiento o disimulo, el fracaso no consta en su diccionario y si no es hoy, será mañana, pero Cataluña dejará de ser España a no mucho tardar.

En principio, y dadas las circunstancias, lo más que puede pasar es la repetición del referéndum del 9 de noviembre de 2014 y la inmediata convocatoria de unas elecciones autonómicas que se proclamarían constituyentes por parte de los nacionalistas. En el mejor de los supuestos para el bloque separatista, la participación en la consulta no pasaría de la mitad del censo, por mucho que se presuma que un ochenta por ciento de los electores es partidario de votar sobre el particular.

Este porcentaje, alumbrado por las encuestas de la Generalidad, no ha variado desde el antedicho 9-N. En aquella ocasión, y según la Administración autonómica, participaron 2.305.290 personas, mayores de 16 años incluidos. El censo, como las urnas, era de cartón, por lo que fue imposible dar un dato de participación exacto. La referencia más próxima es que en las elecciones autonómicas de un año después, las del 27 de septiembre de 2015, 5.510.798 de ciudadanos mayores de 18 años tenían derecho a votar en Cataluña. En el referéndum de Mas, la república catalana ganó de calle, con el voto a favor del 80,76 por ciento, 1.861.753 personas según la organización.

Con estos antecedentes, y en caso de que no se anticipen las autonómicas, no parece aventurado colegir que el próximo evento referenderario constituirá a la vez una gran victoria del sí a la independencia y un gran fracaso de participación. No obstante, el separatismo se caracteriza por su maestría en la reinterpretación de los hechos y la multiplicación de los manifestantes, dándose el caso de que un metro cuadrado en el que caben apretados cinco individuos es capaz de albergar a cuarenta sujetos si se trata de independentistas. Y lo mismo puede ocurrir con los votantes. Garantías democráticas al margen, el propósito de Carles Puigdemont es tan descabellado como el de su antecesor, carece de la más mínima legitimidad y sobrepasa el absurdo.

Sin embargo, la vaina del procés lleva determinando la actualidad política desde hace un lustro, con lo que ello significa de desgaste institucional, crisis económica, inseguridad jurídica, inestabilidad política y fractura social. Entre tanto, el separatismo consolida posiciones y trata de avanzar sin pausa. Sus promotores aplican un programa de agitación permanente, intensifican la manipulación mediática, la inmersión lingüística y el adoctrinamiento en las escuela, todo ello con el discurso del odio a España como argamasa.

Un viaje del president a Bruselas para hablar en el casal de la embajada se convierte en un desplazamiento de alto nivel para dar un discurso ante el Parlamento Europeo. Los profesores nacionalistas catalanes conciertan planes con sus colegas del País Vasco, Galicia, Baleares y Valencia para consolidar la erradicación del español y extenderla a otras comunidades y admiten sin ambages que no se trata de enseñar idiomas sino de crear «conciencia nacional». Y Puigdemont, en un alarde de dejación de funciones, se abstiene de acudir a la reunión de presidentes autonómicos en la que se dilucida nada menos que la financiación de las Administraciones regionales.

Es cierto que aún no han transcurrido cien días desde el comienzo de la operación Diálogo, pero, visto el panorama, la aplicación del artículo 155 de la Constitución empieza a oscilar entre lo urgente y la oportunidad perdida. Lamentablemente, Rajoy es el autor de la frase «A veces, lo más urgente es no hacer nada».