CARLOS SÁNCHEZ-EL CONFIDENCIAL
- La democracia está más consolidada de lo que parece. Precisamente, porque no es un régimen, sino un sistema parlamentario. Hablar del régimen es banalizar el franquismo
El libro es obra del exmagistrado *Juan José del Águila, quien ha dedicado un inmenso esfuerzo, no solo intelectual, sino hasta físico, a recomponer con paciencia de orfebre lo que significó el franquismo en el plano judicial. En particular, investigando sobre las 3.884 sentencias emitidas por el Tribunal de Orden Público entre 1964 y 1976, de las que el 74% acabaron con condena. Doce años de intensa actividad judicial que se resumen en dos cifras: 9.146 procesados y 11.958 años de cárcel en total.
En el primer juicio se condenó a Timoteo Buendía Gómez, peón de albañil, a diez años y un día de prisión, porque el 11 de septiembre de 1963, encontrándose en un bar de Leganés borracho, como aclara la sentencia, gritó en varias ocasiones, después de que el jefe del Estado apareciera varias veces en la televisión, que se cagaba en Franco. El último juicio del TOP se celebró en diciembre de 1976, un año después de la muerte del dictador, contra Francisco Gallardo Fernández, teniente de infantería jubilado, por un delito de tenencia ilícita de armas. Finalmente, quedó absuelto.
El TOP dictó en doce años 3.884 sentencias. El 74% fueron condenas. Procesó a 9.146 españoles, a quienes condenó a 11.958 años de cárcel
El libro de Del Águila puede parecer un ejercicio de rencor político, él mismo fue condenado por el TOP a un año de prisión por propaganda ilegal, pero no lo es y merece la pena leerlo porque es un recorrido imprescindible sobre la evolución del franquismo judicial a partir de mediados de los años 50, que es cuando aparece la primera oposición al régimen desde dentro no directamente vinculada a los perdedores de la guerra. Como dijo el catedrático Roberto Mesa, la generación del 56, que fue la primera oposición al franquismo desde la Universidad, estaba más próxima a la Europa democrática que a la España republicana, lo que explica su variopinta composición: Sánchez-Mazas Ferlosio, Ridruejo, Tamames, Pradera, Ruiz Gallardón, Elorriaga o Múgica Herzog,
Aquellos sucesos de febrero de 1956 fueron muy relevantes porque cambiaron el ordenamiento jurídico represivo del franquismo. A partir de aquellas manifestaciones estudiantiles, el régimen intentó dar una nueva respuesta judicial al surgimiento de una nueva oposición política, que ya no era ni los socialistas ni los comunistas ni los anarquistas ni los separatistas, sino jóvenes burgueses, hijos de los vencedores, que habían llegado a la Universidad.
Once estados de excepción
Y habían llegado, precisamente, en unos momentos en los que el régimen quería abrirse formalmente al mundo tras haber entregado parte del territorio español a EEUU o después de haber ingresado en la Unesco y en la ONU. Pese a ello, ahora que se ha puesto de moda esa teoría absurda de la dictadura constitucional, el libro recuerda que entre los años 1962 y 1973 se declararon en España once estados de excepción. Ni más ni menos. Algo que conviene no olvidar cuando se ponen paños calientes sobre la naturaleza del franquismo.
Cuando se hiperventila hablando del régimen del 78 como si fuera la continuidad del franquismo, en realidad, se está contribuyendo a su rehabilitación
Una de las principales aportaciones del libro de Del Águila es el descubrimiento de dos antecedes del TOP sobre los que existe muy poca información, por un lado, el Juzgado Especial Nacional de Propaganda Ilegal y, por otro, el Juzgado Especial de Orden Público. Ambos desaparecieron una vez que el TOP echó a andar, y venían a ser el eslabón perdido posterior a las jurisdicciones de guerra de los tres ejércitos que actuaron durante el primer franquismo mediante juicios sumarísimos. Todas estas instancias judiciales, en todo caso, tendrían un patrón de comportamiento común, y, de hecho, su visión del Derecho se alargaría hasta las postrimerías de la dictadura.
Como dejó escrito en 1958 el entonces presidente del Tribunal Supremo, José Castán Tobeña, durante la apertura del año judicial, «en España no tenemos el obstáculo de la división de poderes, que tanto dificulta la implantación de un sistema de fiscalización jurisdiccional de las leyes ordinarias». No hace falta decir que lo propio de los sistemas autoritarios es disponer de un solo poder que representa, supuestamente, al pueblo. La justicia, en definitiva, vendría a ser una rama más del aparato del Estado.
Una estúpida teoría
La relevancia del libro de Del Águila radica, precisamente, en recordar, por un lado, la naturaleza represora del franquismo, un régimen banalizado en los últimos años desde algunos sectores que hoy, paradójicamente, reclaman libertad porque les restringen los movimientos por una pandemia que ha causado decenas de miles de muertos; y, por otro, por la importancia de la separación de poderes, que es, junto a la prensa, la clave de bóveda de cualquier sistema democrático, además de las elecciones libres.
Para una parte de la izquierda este país se ha llenado de fascistas y para una parte de la derecha España es hoy un nido de comunistas
Conviene no olvidarlo porque cuando se hiperventila hablando del régimen del 78, como si fuera la continuidad del franquismo —Iglesias, Monedero y muchos dirigentes de Podemos se han construido políticamente vendiendo esa estúpida teoría—, en realidad, se está contribuyendo a una rehabilitación de la dictadura. Y en esto coinciden los exmilitares que añoran a Franco y desprecian la democracia constitucional y sectores de la izquierda y del independentismo, Bildu o ERC, socios del Gobierno, que nunca entenderán lo que significó pasar de una dictadura a una democracia.
Ningún sistema democrático, por su propia naturaleza, puede ser nunca un régimen, ya que mientras este nace con la voluntad de perpetuarse elaborando leyes en aras de lograr ese objetivo estratégico —la continuidad de las clases dirigentes o del partido único—, las democracias tienen cauces de participación política capaces de autotransformarse. O, lo que es lo mismo, los mecanismos de cambio están previstos en la propia Constitución.
Sorprende, por eso, que, desde algunos sectores, se dé por hecho que determinados acuerdos parlamentarios, el último el de la ley de Presupuestos, se consideren como el principio del fin del sistema político que alumbró —hoy hace, precisamente, 42 años— la Constitución. O que cualquier majadería de algún líder político puede cambiar la naturaleza de la democracia española.
Cuatro exgenerales
Es como si parte de la opinión pública o los propios políticos no creyeran en la fortaleza de las instituciones, que son mucho más resistentes de lo que suele creerse, como se demostró tras el 1-0. Ni un personaje tan atrabiliario como Trump, y desde la propia Casa Blanca, ha podido subvertir el orden legal en EEUU en materia electoral, lo que da idea de la capacidad de resistencia de las instituciones en países de larga tradición democrática.
Es cierto que no es el caso de España, cuya azarosa vida parlamentaria hace que todavía se trate de una democracia relativamente joven, pero pensar que cuatro exgenerales que van a jugar cada tarde al dominó al casino militar y, de paso, a hablar de política pueden influir en el Estado no es más que una ensoñación. Y lo que sorprende es que esa mercancía averiada la compren, precisamente, determinados medios y analistas que piden la implicación del rey o que han convertido las misivas en una cuestión transcendental. O, en sentido contrario, que muchos piensen que un acuerdo parlamentario con Bildu o con ERC puede cambiar el curso de la historia y hacer liquidar la democracia del 78.
No se trata de una estrategia improvisada. Al contrario. Está demostrado que electoralmente resulta rentable construir falsos antagonismos. Es decir, afirmar por negación del contrario, lo que explica las continuas referencias al pasado más reciente, y, en particular, al más dramático, ya que las cicatrices tardan en cicatrizar. Para una parte de la izquierda este país se ha llenado de fascistas y para una parte de la derecha España es un nido de comunistas. Un juego ridículo que banaliza el valor de la convivencia y, lo que es peor, trivializa lo que significó una dictadura simplemente repugnante.
Es probable que la propia democracia no haya sabido demostrar la fortaleza de sus instituciones ni el valor del entendimiento político para dirimir el conflicto social. Pero eso no tiene nada vez con la represión ni con la barbarie judicial, sino con el orden constitucional y con la aplicación cabal de las leyes, como bien demuestra el libro de Del Águila.
*Juan José del Águila. ‘El TOP, la represión de la libertad. (1963-1977)’. Fundación Abogados de Atocha. Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática. Madrid, 2020.