Al fin hemos descubierto para qué sirve la Ertzaintza –la novatada de Arkaute la dejamos pasar–. Lo ha hecho un tal Zubillaga, que le tiró a uno un cóctel molotov no para liberar a Euskadi de su zipaya presencia, sino para demostrar a la novia que le acababa de abandonar lo atormentado que estaba. Que no cunda el ejemplo, pues me temo otra huelga de ese cuerpo pidiendo más trajes ignífugos.
El día que comenté en esta misma columna que Vitoria ya tiene tranvía avisé de la amenaza que durante esta crisis se cierne sobre nuestras cabezas con la propaganda de tanta obra pública. Mis queridos lectores recordarán que citaba el ejemplo histórico del que fuera con Franco ministro de Obras Públicas Gonzalo Fernández de la Mora, con el que se inauguró el llamado Estado de obras, prototipo ejemplar de la propaganda del hormigón.
Pues bien, la semana pasada se nos anunciaba que se va a hacer un tren al aeropuerto de Loiu desde Bilbao, que va a tardar ocho minutos desde la estación de Matiko por un largo túnel a través de Artxanda y que nos dejará en la misma terminal. Pero su anuncio tiene el inconveniente y la característica principal de las obras pensadas para la propaganda, que no dice nada sobre su fecha de finalización.
Precisamente, esas son las obras que llaman la atención del ciudadano, las que nunca se ven acabadas. Son las que más seducen, y obligan a olvidar hasta las reales ejerciendo una gran hipnosis social. Los bilbaínos saben mucho de esos grandes proyectos prometidos y nunca hallados, como la estación intermodal de Abando, un pabellón polideportivo que sustituya al arcaico y modesto de La Casilla o una Alhóndiga inaugurada de una vez, porque su obra está durando más que lo que duró la de la catedral nueva de Vitoria.
Lo cierto es que cuando estaba levantado el aeropuerto de Sondika para realizar el de Loiu cometí la osadía de entrar en el despacho de un líder político con mando en plaza e indicarle que teníamos un tren, el de Lezama, que pasa al lado del aeropuerto, y que lo úrico que había que hacer era un túnel, aprovechando que la pista estaba levantada, con su lanzadera. La contestación fue que la gente prefiere ir en taxi al aeropuerto. Salí de allí más derrotado y abatido que el ejército rojo en la Guerra Civil. Pero ahora, que estamos en crisis, necesitamos la obra, mientras más grandiosa mejor, para que veamos cuánto se preocupan por nosotros, como si no hubieran otras cosa más sencillas donde fijarnos y tenernos entretenidos.
Por ejemplo, al fin hemos descubierto para qué sirve la Ertzaintza -la novatada de Arkaute la dejamos pasar-. Lo ha hecho un tal Zubillaga, que le tiró a uno un cóctel molotov no para liberar a Euskadi de su zipaya presencia, sino para demostrar a la novia que le acababa de abandonar lo atormentado que estaba. Esperemos que no cunda el ejemplo, pues me temo otra huelga más de este cuerpo pidiendo más trajes ignífugos. También podemos entretenernos viendo el partido entre Nadal y Verdasco, digno de una gran epopeya, pues debieran saber ya los extranjeros que los grandes enfrentamientos de los españoles son los que tenemos entre nosotros mismos desde hace, al menos, dos siglos. Concluyamos: mejor las obras que nunca se acaban que los enfrentamientos cainitas.
Eduardo Uriarte. EL PAÍS, 3/2/2009