PEDRO CRUZ VILLALON-EL PAÍS
- Con la composición que se vislumbra en el horizonte, el organismo va a tener difícil encontrar el reconocimiento que ineludiblemente necesita y del que, mal que bien, ha gozado hasta ahora
Hay varias formas de explicar lo que se está haciendo mal, en realidad muy mal, en el actual proceso de renovación del Tribunal Constitucional. Se puede hacer en términos politológicos (léase efectos perversos del bipartidismo). Se puede hacer en términos jurídicos (léase hipotético fraude constitucional). Se puede hacer, en fin, en términos de Teoría de la Constitución (léase consecuencias para el sistema constitucional de determinadas opciones de los actores políticos). Privilegiar ahora esta última perspectiva tiene evidentes ventajas en un contexto en el que hay unos nombres concretos puestos sobre la mesa, respecto de los cuales me importa desde el inicio subrayar que deben quedar enteramente a salvo de lo que sigue.
La cuestión es interesante desde esta perspectiva teórica porque pone ejemplarmente de manifiesto la función que cumplen las convenciones o usos constitucionales en una Constitución escrita que aspira a la normatividad de sus enunciados. Pues hay que tener en cuenta que han sido en buena medida determinadas convenciones constitucionales las que explican que la Constitución y en nuestro caso concreto el Tribunal Constitucional hayan funcionado, del mismo modo que su abandono ahora puede provocar que nuestra Constitución pierda esa condición normativa arrastrada por una caída en la irrelevancia del Tribunal Constitucional. La verdad es que todo esto no es difícil de explicar.
Ni la Constitución ni la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional exigen que este Tribunal esté integrado parcialmente por juristas de extracción académica, con señalada competencia en el Derecho de la Constitución. Como tampoco exige la Constitución que el Tribunal esté integrado parcialmente por magistrados de carrera, más allá del mínimo de dos que implícitamente se deriva de la intervención del Consejo General del Poder Judicial. Se limita en último término a pedir que se trate de juristas de reconocida competencia con más de 15 en el ejercicio de la profesión. Y, sin embargo, es un hecho que, en los 40 años de vida de este Tribunal, y ya son años, y salvo contadísimas excepciones, los órganos constitucionales responsables de proponer a S.M. el Rey el nombramiento de estas personas han coincidido persistentemente en al menos una cosa: que debía tratarse de catedráticos de Derecho y de magistrados del Tribunal Supremo. Adicionalmente, por razones que tienen que ver con nuestra estructura territorial, se ha procurado alguna presencia de miembros procedentes de las nacionalidades periféricas. Por fin, la cuestión de la presencia de magistradas merece un tratamiento aparte. Ha sido históricamente una presencia excepcional, o incluso, durante nueve años, simplemente una ausencia. Esta deficiencia debe situarse sin embargo en un contexto europeo, en el que el caso español, aun siendo extremo, no ha sido por desgracia excepcional.
Como quiera que sea, es todo menos casualidad que por más de cuatro décadas todo el arco parlamentario haya coincidido en el referido uso o convención. Y es que la combinación de estas dos categorías, en proporción variable a lo largo de las últimas cuatro décadas, se ha revelado poco menos que como la condición necesaria para el funcionamiento correcto de esa fundamental novedad política y constitucional que la jurisdicción constitucional supone. Por lo siguiente: de un lado, la singularidad de la tarea de interpretación de la Constitución como una función excepcionalmente compleja requiere una preparación que ni se adquiere de la noche a la mañana ni puede, sin desnaturalizar la función, ser delegable en el personal más cualificado de apoyo a los magistrados. La presencia de juristas con singular cualificación en el Derecho Constitucional es simplemente una exigencia de un ejercicio responsable de la jurisdicción constitucional. En el caso español, esta exigencia de competencia técnica se refuerza al tratarse de un órgano jurisdiccional al que se pide que zanje conflictos territoriales de competencia en un Estado de una complejidad que encuentra escaso parangón en Europa. En todo caso, se trata de una presencia constante en los tribunales constitucionales europeos. De otro lado, la presencia de jueces de carrera es también una necesidad ineludible en un órgano constitucional con una innegable función jurisdiccional. En este caso, y como se ha dicho, la Constitución ha exigido implícitamente un mínimo de dos sobre 12 de sus miembros. Y del mismo modo que chocaría que los magistrados y magistradas de origen académico no procediesen del estamento de catedráticos igualmente sorprendería que los jueces de carrera no procediesen del Tribunal Supremo. En todo esto ha habido un acuerdo inveterado en las Cortes Generales a lo largo de los años. Es más, desde los inicios y con cierta regularidad, los órganos constitucionales competentes han perseguido incluso la excelencia en estas designaciones.
Ahora bien, no se trata solamente de que la ruptura de una convención tan persistente como esta pueda causar desconcierto. Abandonando esta convención se abandona en primer lugar la importancia que hasta ahora se ha otorgado a la competencia científica, algo a lo que en nuestro país nunca debiéramos acostumbrarnos. La condición de catedrática o catedrático de Derecho no es por sí sola garantía absoluta de competencia técnica, pero si es un listón por debajo del cual no será fácil cooperar al reconocimiento general de la tarea del Tribunal Constitucional en nuestra comunidad política. Mucho más evidente es el caso de los miembros procedentes de la carrera judicial. La condición de magistrada o magistrado del Tribunal Supremo, sin ser por sí solo y por definición una garantía de competencia, sí proporciona de nuevo el suelo o listón a partir del cual cabe aspirar a que un aparato judicial, por definición jerárquico, pueda con facilidad reconocer la función del Tribunal Constitucional. A partir de la experiencia vivida, es una cuestión de simple prudencia política.
Todo esto ha sido hasta ahora. Ahora está a punto de romperse, y casi de saltar por los aires, una convención que se remonta a los mismos comienzos de nuestro sistema constitucional: en primer lugar, al pretenderse reducir, como nunca en una renovación parcial, la componente académica. En segundo lugar, al pretenderse introducir de golpe, de momento, una cuarta parte de miembros extraídos de órganos judiciales situados por debajo del Tribunal Supremo. Por último, al prescindirse inoportunamente en esta renovación de cualquier voz procedente de los territorios con implantación nacionalista.
De seguir adelante la operación, la consecuencia de las consideraciones que preceden es que, acaso injustamente para sus integrantes, tendremos un Tribunal Constitucional situado ante un riesgo cierto de caer en la irrelevancia. Con la composición que se vislumbra en el horizonte un Tribunal así va a tener difícil encontrar el reconocimiento que ineludiblemente necesita una jurisdicción constitucional y del que, mal que bien, la nuestra ha gozado hasta ahora. Todo esto es estrictamente objetivo, y nada tiene que ver con la valía profesional de quienes han sido objeto del acuerdo de los negociadores políticos. Si esto es malo para el Tribunal Constitucional lo es sobre todo para un sistema político y constitucional en el que la jurisdicción constitucional, en términos políticos, se ha revelado como una pieza esencial de la estabilidad del sistema democrático y, en términos jurídicos, como una pieza esencial de la normatividad de nuestra Constitución. A menos que sea esta irrelevancia precisamente lo que se persiga.