JAVIER TAJADURA TEJADA-EL CORREO
- La voladura de un pilar esencial del Estado de Derecho ni daría ni restaría votos
El día 13 venció el plazo legalmente establecido en la última reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) designara a los dos magistrados del Tribunal Constitucional que le corresponde nombrar cada nueve años. Realmente, la citada reforma legal carece de sentido por cuanto es la Constitución -y no la ley- la que obliga al Consejo a efectuar dichos nombramientos. Por imperativo constitucional, el CGPJ estaba obligado a renovar a los magistrados desde junio. Sin embargo, como mediante una previa reforma se había prohibido al CGPJ cumplir con sus funciones constitucionales de nombramientos (de forma a mi juicio manifiestamente inconstitucional) fue necesario aprobar una ‘nueva reforma’ que, al mismo tiempo que mantiene la prohibición al Consejo de cubrir las 14 plazas vacantes en el Tribunal Supremo, le obliga a nombrar a los dos magistrados del Tribunal Constitucional (TC) que le corresponden. ¿Tenemos un legislador esquizofrénico? ¿Cómo es posible que el mismo legislador que prohíbe al Consejo designar a magistrados del Supremo le obligue a nombrar a magistrados del Constitucional?
La respuesta es muy sencilla. La reforma tiene una explicación (que no justificación) política. Como el TC se renueva por terceras partes, por bloques de cuatro magistrados, es preciso que el CGPJ nombre a sus dos magistrados para que el Gobierno pueda nombrar a los otros dos. Y todo ello tiene como fin último lograr el control del TC.
En este escenario es preciso hacer una serie de observaciones sobre la gravedad de la situación que atraviesa el TC. Los partidos políticos son conscientes de que la opinión pública está centrada en problemas económicos de indiscutible relevancia como la inflación y el precio de la energía. Estas cuestiones pueden ser decisivas desde un punto de vista electoral. En ese contexto, la voladura de un pilar esencial del Estado de Derecho (la imagen de independencia de la Justicia) y la destrucción de una institución clave para su conservación como es el TC no parece que vaya ni a sumar ni a restar votos a unos o a otros. En este contexto, lo más grave es que los partidos políticos han logrado ya que la ciudadanía asuma como normal la consideración del TC como una suerte de tercera cámara parlamentaria, en la que coexisten una mayoría y una minoría articuladas en clave de política partidista.
Desde esta óptica, todos los magistrados del TC son ‘etiquetados’ como progresistas (si su nombramiento se ha efectuado a propuesta del PSOE o de sus aliados políticos) o conservadores (si accedieron al cargo a propuesta del Partido Popular). En este contexto, se excluye por definición la existencia de magistrados o juristas ‘independientes’.
Con arreglo a esa lógica durante los últimos años el Constitucional habría tenido una mayoría conservadora (7 conservadores frente a 5 progresistas) que ahora, dada la nueva correlación de fuerzas existente en el Parlamento. debería reemplazarse por una mayoría progresista. Para ello es preciso nombrar a una serie de magistrados ‘progresistas’ que inviertan la anterior mayoría.
Lo de menos es la arbitrariedad en que se incurre para poner estas etiquetas dado que, dejando a un lado a juristas cuya afinidad con partidos políticos concretos es notoria, la mayoría son independientes. Ciertamente, la interpretación del alcance de determinados derechos fundamentales puede revestir un carácter más o menos avanzado, pero en este campo la discrecionalidad del TC está limitada -por fortuna- por los tribunales supranacionales (de la Unión Europea y del Consejo de Europa). En el resto de materias, se acude a expedientes tan arbitrarios como calificar de progresista a todo jurista partidario de avanzar en la descentralización del Estado.
En esta forma de entender la composición del TC subyace el colosal despropósito de considerar al Tribunal una institución ‘representativa’ y que, como tal, debe reflejar la correlación de fuerzas políticas del momento. Con esa concepción, el TC deja de tener sentido y podría simplemente ser suprimido. El TC es ante todo un Tribunal, integrado por magistrados independientes y que no representan a fuerza política o ideología alguna. Se trata de una institución ‘contramayoritaria’ cuya razón de ser es, precisamente, limitar los posibles excesos en que incurren los poderes públicos democráticos-mayoritarios.
Esto explica perfectamente que, en un gesto de reivindicación de la dignidad de las instituciones, magistrados como Manuel Marchena y otros -de indiscutible independencia partidista- rechacen ser nombrados magistrados del TC. No quieren legitimar un proceso obsceno en el que un CGPJ integrado por ‘peones’ de los partidos determine la composición del TC.
Si la mayoría política -en sentido partidista- se hace con el control del Tribunal, este deviene una institución inútil, y desaparece la principal garantía existente contra los eventuales abusos del legislador democrático.