Ignacio Varela-El Confidencial

En la desquiciada política catalana, todo vale porque ya nada conserva su valor. Ello ofrece la oportunidad a maniobras que en un sistema institucional normalizado resultarían impensables

En la desquiciada política catalana, todo vale porque ya nada conserva su valor. Ello ofrece la oportunidad de contemplar maniobras que en un sistema institucional normalizado resultarían impensables e impracticables. Se puede meter goles con la mano, se han borrado las lindes del terreno de juego, hay por doquier patadas y zancadillas impunes, los árbitros visten la camiseta de un equipo y disparan a puerta como cualquier delantero, se abolió la ley del fuera de juego (en realidad, se abolió el reglamento entero), los jugadores entran y salen del campo sin control alguno, casi siempre hay varios balones en juego y, de vez en cuando, el público invade el césped sin que ello importune ni interrumpa nada.

Lo que queda del ‘procés’ consiste en que todo se admite mientras quede claro que los de amarillo son los buenos —lo que no excluye que se pateen y apuñalen entre sí a discreción— y todos los demás, fascistas.

El juego del caos suele favorecer a los más pillos: y en materia de pillería, el prófugo de Waterloo ha demostrado que da sopas con honda a todos los demás, incluido su máximo rival, el meapilas de Lledoners. Ahí lo tienen: dos años y medio después de encabezar una sublevación institucional y llevar a los suyos a la pira o a la cárcel, el tipo ocupa un escaño en el Parlamento Europeo, vive como un pachá en una mansión belga —pagada por no se sabe quién— rodeado de cortesanos, se ha burlado varias veces de la Justicia española, tiene a un esbirro calentándole el sillón en Barcelona y maneja a su antojo el calendario político. Además, millones de catalanes lo siguen considerando un héroe o un mártir de la causa en lugar del fullero petardista que obviamente es.

Hay que reconocer que el último truco de la factoría Puigdetorra es nuevo. Aunque solo sea por eso, tiene su mérito. Consiste en liquidar una legislatura sin enterrarla; disolver un Parlamento que se mantiene abierto y, además, ponerle la tarea fantasmal de aprobar un Presupuesto para un Gobierno desconocido; romper una coalición de gobierno sin que el Gobierno desaparezca; apear a un presidente sin que nadie sepa si lo sigue siendo o no, y poner a todos los partidos en campaña electoral sin que haya otra cosa a la vista que el espectro de unas elecciones sin fecha. Visto y no visto, magia potagia, ¿dónde está el conejo?

La sensación generalizada tras el discurso de Torrra es que este precipitó las elecciones catalanas y las convirtió en inminentes. En la práctica, hizo lo contrario.

Al supeditar la convocatoria electoral a la previa aprobación de los Presupuestos, trasladó la potestad presidencial al Parlamento supuestamente moribundo. De hacer caso a sus palabras, mientras se prolongue el trámite presupuestario, la fecha electoral permanecerá ignota y congelada. Esa será la hora de los filibusteros. Quien desee retrasar las elecciones, solo tiene que enredar y retardar hasta el hastío el debate en el Presupuesto. Tanto en el campo independentista como en el llamado unionista, abundan las fuerzas interesadas en aplazar la cita electoral. Al parecer, solo el PSC, partido hermafrodita del conflicto catalán, tendría prisa por ir a las urnas.

Aun con una tramitación normal, es difícil pensar en que esos Presupuestos catalanes puedan estar listos antes de la primavera. Entonces se juntarían con el debate en el Congreso de los Presupuestos españoles, que compromete vitalmente a ERC. Nada más inconveniente para los de Junqueras que escenificar su respaldo al Gobierno de Sánchez en plena campaña electoral doméstica y antes de que la famosa mesa haya producido algún fruto palpable.

Así pues, la consecuencia más probable del truco de ocultismo de Puigdetorra es que no habrá elecciones en Cataluña antes del otoño. Mientras tanto, habrá un Parlamento declarado extinto del que desaparecerá todo resto de acción legislativa y de control del Gobierno, un Govern disuelto en la práctica y un presidente al que nadie podrá exigir cuentas de nada porque fingió traspasar la puerta de salida.

Lo más importante y novedoso de la maniobra: retrasando las elecciones de hecho, han conseguido poner a todos los partidos —y con ellos, al Gobierno de Madrid— en plena tensión electoral. En las últimas 24 horas, se han encadenado los movimientos convulsivos típicos de una convocatoria fulminante.

Han puesto patas arriba la mesa que urdieron PSOE y ERC antes de que nadie se siente a ella. El Gobierno efectivo, residenciado en el edificio de Semillas Selectas, en pleno desconcierto, cambió este jueves de criterio en varias ocasiones. Primero dejó caer que se cancelaría la reunión de Sánchez con Torra; luego, que se aplazaría la formación de la mesa, aunque se mantendría la reunión de presidentes, y ante la comprensible indignación del socio republicano, se apresuraron a rectificar y mantener el calendario también para la formación de la mesa. ¿Con o sin Torra? Porque este parece haber logrado desvincular su entrevista oficial con Sánchez del mobiliario político acordado en el pacto de investidura PSOE-ERC. Lo cierto es que, como dicen los castizos, en Moncloa alguien se hizo la picha un lío y aún no la ha desenredado.

Se desencadenó también la tensión preelectoral en los partidos. En el espacio exconvergente, arrancó una carrera desordenada por encontrar un cartel electoral capaz de defender el fuerte frente a la ofensiva junqueriana. La apuesta más obvia sería Artur Mas, ya liberado de su inhabilitación; pero este no parece muy dispuesto a ser marioneta de Puigdemont. No es sencillo encontrar a alguien que sea a la vez líder y mayordomo.

En la derecha no nacionalista, se dispararon las presiones para consumar cuanto antes la operación Cataluña Suma. Un movimiento que tendría una naturaleza radicalmente distinta a la del (electoralmente) exitoso experimento navarro. Aquí no se trataría de ganar, ni siquiera de obtener un resultado brillante. Ciudadanos despilfarró irresponsablemente el tesoro político de su triunfo de 2017 y el PP catalán permanece en la UVI con respiración asistida. Vayan juntos o separados, sus cifras serán misérrimas. El objetivo no declarado de ese pacto electoral sería evitar el desastre —nada inverosímil— de que, compitiendo por separado, Vox supere a ambos y ocupe de hecho el liderazgo de la oposición al nacionalismo en el Parlamento de Cataluña (ya que el PSC parece dispuesto a quedarse a vivir en el espacio fronterizo, aunque con un pie y medio en el otro lado, al menos mientras Sánchez siga dependiendo de Junqueras). Ciertamente, sería un servicio patriótico: Vox conduciendo la oposición en Cataluña sería una catástrofe nacional y el preludio de algo mucho más grave.

Todo es tan convulso como prematuro. Puigdetorra los ha puesto a todos a bailar frenéticamente antes de que suene la primera nota de la canción. Como decía Alfredo Di Stéfano, “El balón está hecho de cuero, el cuero viene de la vaca, la vaca come pasto, así que hay que echar el balón al pasto”. Cosa que parece imposible en la época del puigdetorrismo en Sant Jaume y del sanchismo-redondismo en Moncloa.