TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 01/07/17
· Hay algo shakespeariano, casi trágicamente shakespeariano, en la imagen del Rey Juan Carlos en palacio, rumiando un rencor amargo ante las imágenes de la conmemoración de las primeras elecciones democráticas tras la larga dictadura, ese gran éxito histórico que da sentido a su reinado y a su vida. Desde luego la Transición fue un hito formidable, aunque algunos traten de empañarlo poniendo el foco en que hubo errores. Acabáramos. Más allá de interpretaciones con un sectarismo pueril, en la historia no hay capítulos inmaculados. La Transición, pese a quienes impugnan el 78, triunfó con grandeza y coraje ante las miserias. Por eso es fácil sentir empatía por el Rey emérito en su laberinto desencantado.
Saber irse es difícil. En realidad el Rey Juan Carlos I no ha acertado a hacerlo, alargando su mal final de reinado entre Botsuana y Corinna con una pérdida de perspectiva sobre la realidad. No se fue; tuvo que irse. Y aún arrastra esa herida sin curar que le impidió callar esta semana, incapaz de aceptar las reglas del juego de la lógica protocolaria que él mismo diseñó. Y sí, pudo estar, incluso debió estar, pero si no estaba, como a Don Juan se le dictó no ser una sombra que delatase la secuencia dinástica, su obligación era acatarlo en silencio. Las jeremiadas a la prensa, poniendo en dificultades a la Casa del Rey, no están a la altura. Sin duda sabía que socializar su malestar sembraría una oleada de afecto hacia él, pero también de ventajismo oportunista en Iglesias y adláteres.
Abdicar requiere desprenderse no de la corona, sino de la cabeza coronada, que queda ahí, como le sucede a los mutilados que de pronto sienten una punzada en la mano que ya no tienen. Después de haber sido Rey con mayúsculas, no debe de ser fácil coronarse como persona y ser solo tu propio rey, tal como escribe Pessoa: «Senta-te ao sol. Abdica / E sê rei de ti próprio». Don Juan Carlos no ha sabido disfrutar de ser rey de sí mismo y, como escribe otra vez Pessoa en un poema titulado Abdicación, ser capaz de abandonar su «trono de ensueños y cansancios». El trono abandonó a Juan Carlos I pero él quizá no supo abandonar del todo su trono.
Abdicar es, de algún modo, morir en vida. Matar a una parte del yo. Nadie le pedía que se retirase a Yuste como Carlos I, tras renunciar en Flandes vestido de negro con el único brillo del Toisón de Oro antes de regresar deteriorado a España en La Bertendona dejando atrás la corona del Sacro Imperio Romano Germánico. No, nadie le pedía un final ascético, programando humildemente su tumba para acercarse a Dios; pero sí que se refugiara en el paddock de los circuitos de Fórmula 1 junto a los jeques y en los últimos puestos de una montería de la vida, y desde allí viera crecer a su hijo ya Rey y a la Princesa de Asturias.
En realidad Juan Carlos I despierta, al menos a mí como a muchos, simpatía a raudales y no ya por las grandezas de su reinado sino por sus debilidades humanas. Entendí su derrumbamiento, la pasión fieramente humana de la noche de su caída en Botsuana y la vergüenza de su viaje de regreso. Hizo bien en apartarse, por demás habiéndose ganado una buena jubilación de Monarca emérito. Pero esa debilidad debía tener el límite de no alterar la mecánica de la Casa del Rey, ni siquiera ante un error. La Corona no necesita ruido ni él reivindicar su éxito de la Transición. Por demás, como escribe Rilke, «¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo».
TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 01/07/17