Ignacio Camacho-ABC
- La desprejuiciada exhibición de poder de Sánchez en la primera semana de mandato revela la voluntad de someter la arquitectura institucional a una ofensiva relámpago. Y nos sitúa en el dintel de un formato autocrático, de un ejercicio cesáreo encubierto por su origen parlamentario
Los estropicios que apunta el estilo disruptivo de Sánchez se encuentran aún, en su mayoría, en grado de tentativa. El principal de ellos, el que afectaría al modelo de Estado, depende de la siempre inestable relación con el convulso conglomerado independentista, y las acometidas contra la separación de poderes van a encontrarse, como se ha visto en el nombramiento de la exministra Delgado al frente de la Fiscalía, con una decidida resistencia en el seno de la Administración de Justicia. Estos conflictos incipientes resultarán determinantes para el mandato de una coalición socialcomunista que ha marcado su deriva de fuerte sesgo ideológico desde las primeras medidas, pero por inquietantes que sean sus trazas, su desenlace queda lejos todavía. Sin embargo hay un destrozo ya prácticamente irreversible en el delicado tejido de la confianza política, y es el que ha causado la constatación de que la palabra ha perdido su carácter de referencia decisiva, de vehículo esencial de entendimiento entre los dirigentes y la ciudadanía.
En este sentido, la forma desahogada en que el presidente se ha desembarazado de todo rasgo de coherencia consigo mismo prefigura un escenario moral en el que la ausencia de compromisos supone un salto cualitativo que va mucho más allá de un simple cambio de estilo: es la deconstrucción, la quiebra del contrato social en el que se basa el proceso representativo. Y crea un espacio de incertidumbre y de perplejidad que despoja al liderazgo de cualquier vínculo racional o intelectivo para asentarlo sobre los resortes emocionales o tribales que constituyen la médula del caudillismo.
Esa desacomplejada desafección respecto a su discurso previo no es la anécdota de un político tarambana que carece de solidez para defender sus criterios. Representa la descreencia voluntaria en la política como un oficio de cierto hálito ético y consagra un feroz pragmatismo capaz de sonrojar de pudor al mismísimo Maquiavelo. No se trata tanto de mentiras o de cinismo, al fin y al cabo herramientas usuales en el juego (sucio) de los tahúres convencidos de que el éxito justifica el método; estamos ante una forma de entender el poder como objetivo supremo, como soporte de una hegemonía totalizadora bajo la que subordinar el respeto a las convenciones formales, a las pautas institucionales y si es preciso al mismo Derecho.
El desapego a la palabra dicha -que en política adquiere la condición de promesa- es el primer requisito de la demolición de un sistema que se fundamenta en el pacto verbal como primordial regla. Suprimida ésta, aventada como una simple bagatela, desaparece la obligación de una mínima congruencia y queda expedita la ruta hacia una legitimidad nueva, hacia un paradigma caracterizado por la desaparición de las certezas. Cuando una sociedad -como la nuestra- se acostumbra o acepta la despenalización de la impostura, sea por resignación, por estupor, por apocamiento o por pereza, está creando el clima para una transformación de sus bases de convivencia. Si nada es seguro, si los valores colectivos carecen de firmeza, los principios se vuelven papel mojado y las leyes, papelería volandera. Sólo importa el designio sectario de quien ocupa el poder parapetado por la autoconvicción de que su elección representa el triunfo de la mentalidad correcta.
Es el umbral de la posdemocracia: una forma de autocracia encubierta por su origen parlamentario y que, por alarmista o aparentemente hiperbólica que resulte la comparación, remite al nacimiento de los regímenes bolivarianos. Un gobernante desprejuiciado y audaz, electo por procedimientos democráticos, aprovecha el vacío moral de un electorado galvanizado por su partidismo o cataléptico por el desencanto para comenzar una refundación del orden político con decisiones y modos de corte autoritario.
Así, la exhibición de Sánchez en esta primera semana, sus movimientos tajantes, decididos y rápidos, revelan la voluntad de someter la arquitectura institucional a un blitzkrieg, a una guerra relámpago. Todas sus medidas representan un expeditivo alarde de mando: la modificación de la fecha del Consejo de Ministros para estrechar a la oposición el campo, la decisión de interponer recurso contra el inofensivo pin parental murciano, el refuerzo de su asesor y jefe de Gabinete como un vicepresidente de facto, la autorización de nuevas «embajadas» catalanas que Borrell -es decir, ¡¡su propio Gobierno!!- había impugnado y, especialmente, la ofensiva contra el poder judicial, blanco directo de sus socios, simbolizada en el nombramiento de la anterior ministra de Justicia como fiscal general del Estado. Una descarnada demostración de caudillaje sin barreras, de personalismo acendrado, con la que envía el mensaje de que está dispuesto a ejercer el cargo, a despecho de su exigua mayoría y de sus apoyos precarios, a través de un imperioso ejercicio cesáreo.
Ese formato de «iliberalismo», amparado en el mantra progresista que siempre proporciona en España la sedicente adscripción a la izquierda, es posible porque primero comprobó que el cuerpo social -o la mitad de él- le concedía tolerancia a su falta de palabra. A partir de esa coartada se siente en condiciones de hacer lo que le venga en gana; de endulzar sus flagrantes contradicciones ya se encargará el potentísimo aparato de propaganda. Después de todo lo ocurrido, del incumplimiento impune de sus airados argumentos de campaña, cree poder modificar a su antojo o conveniencia la legalidad que estorbe su gracia arbitraria. ¿Qué sentido tiene ahora creer en sus proclamas de respeto a la Constitución o de negar a los separatistas un referéndum de exclusiva soberanía catalana? ¿Quién puede confiar en sus declaraciones de acatamiento a la institución monárquica? ¿Cómo mantener la esperanza de que no indulte a los sediciosos o frene las aspiraciones autodeterministas vascas?
Pero sobre todo, y vistos los precedentes de Trump, Johnson, Orbán y otros populistas iliberales -aunque de signo ideológico contrario-, la cuestión clave es la de cómo restablecer entre el Gobierno y los ciudadanos una relación fiable. Cómo devolver la credibilidad a una política que ha dinamitado sus propios cimientos en una fulminante operación de sabotaje. Cómo evitar que la posdemocracia galopante destruya unos contrapesos institucionales que acaso nunca imaginamos tan frágiles.