IGNACIO CAMACHO-ABC
- La censura jeremíaca de Felipe está condenada a la desesperanza. El partido que reclama no volverá cuando Sánchez caiga
El PSOE por el que aún clama Felipe González ya no existe. Existen socialistas disidentes de la política de Sánchez –el expresidente se apoyó la semana pasada en Eduardo Madina para demostrar que esa crítica no procede sólo de la generación veterotestamentaria, como la llamaba Rubalcaba– pero constituyen una minoría abrumadora en el conjunto de la militancia. El partido es hoy el de la conferencia de La Coruña, una organización apretada tras el líder que la ha modelado a su imagen y semejanza, un colectivo humano dispuesto a cambiar de criterio y de convicciones (?) con sumisión entusiasta. Todos los partidos en el poder acaban asumiendo las contradicciones de sus dirigentes por instinto de supervivencia y por disciplina jerárquica; lo que caracteriza la transformación sanchista es la ausencia de una identidad corporativa estructurada en torno a una ética social, un modelo de país o un simple programa. El proyecto es gobernar para que el adversario –simplificado en el sintagma de «la derecha», aunque se trate de un conglomerado de capas cada vez más amplias– no lo haga. Gobernar a costa de renunciar a la autonomía del proyecto propio diluyéndolo con toda clase de alianzas. Gobernar modificando sobre la marcha, para complacer a los socios, cualquier planteamiento, paradigma o propósito que se parezca a una idea sólida de España. Gobernar como única manera de sostener la cohesión orgánica.
La paradoja es que muchos de los actuales votantes responden a un sentido de afinidad o de pertenencia adquirido en tiempos de González, cuando el felipismo era una fuerza hegemónica capaz de construir grandes mayorías transversales. En aquel tiempo, sin embargo, la existencia de un hiperliderazgo carismático nunca impidió la de corrientes discrepantes enfrascadas en permanentes debates con un fuerte peso específico de los barones territoriales. Esa realidad se ha evaporado en una atmósfera de obediencia blindada, unánime, donde nadie se atreve a cuestionar siquiera las problemáticas concesiones a un separatismo en arrogante actitud de chantaje. No hay objeciones, ni discusión, ni asomo de discrepancia leal con el patrón interno que somete a afiliados y cuadros a un contorsionismo perpetuo. Los reproches o desacuerdos de la antigua nomenclatura rebotan contra el muro de asentimiento que envuelve las Casas del Pueblo. La absorción de los postulados populistas de Podemos ha condenado a los Madina, Guerra, Redondo o Zapatero –Virgilio, «el bueno»– a una suerte de exilio interno. No romperán porque las siglas encarnan su trayectoria biográfica, pero esa jeremíaca aspiración de un relevo o de un giro hacia posiciones moderadas constituye una falsa esperanza. El partido de Estado que sueñan no volverá cuando sea que Sánchez caiga. Y su drama, el que se resisten a aceptar, es que quizá este PSOE trincherista siga pareciéndose mucho a esta España.