JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • Parece que ambas poseen una orientación válida. Sus fundamentos son parciales y mutuamente complementarios

La publicación de sendas historias de las derechas y las izquierdas en España, desde 1789 hasta el telediario de anteayer, por los profesores Antonio Rivera y Juan Sisinio Pérez Garzón trae a las mientes el tan atractivo como elusivo debate acerca del valor moral respectivo (si es que existe) de una y otra corriente de la política. Los autores, como historiadores profesionales que son (y además, excelentes) se guardan mucho de aportar juicios morales sobre la actuación histórica de las derechas e izquierdas, por mucho que del relato que proponen se desprendan juicios de valor implícitos, así como simpatías o sintonías con una u otra. La historia busca comprender los hechos ocurridos, no juzgarlos. Pero ello no obsta para que, desde el ámbito libérrimo de la opinión, podamos plantearnos si existe algún criterio moral que permita juzgar el valor respectivo de izquierda y derecha. O solo hay relativismo.

Esto es lo que abordó atrevidamente el politólogo (que no historiador) Ignacio Sánchez Cuenca en una obrita cuyo título anticipa tanto la posibilidad como el resultado del juicio: ‘La superioridad moral de la izquierda’. Acompañada según el autor, eso sí, por una curiosa «superioridad intelectual de la derecha». Parece que para Sánchez Cuenca la izquierda conoce por empatía con las personas corrientes el ‘qué’ es preciso cambiar en cada momento histórico, mientras que la derecha sabe, pero de otra forma -sin valor moral-, el ‘cómo’ y el ‘hasta dónde’ del cambio.

Reflexionemos un rato sobre la cuestión. La izquierda se caracteriza por proponer un cambio continuo de las sociedades, un cambio diseñado por criterios racionales y que busca la emancipación de las personas de su dominación por estructuras injustas. La derecha desconfía de la racionalidad abstracta y se opone por sistema al cambio, en su versión más reaccionaria, o, en su versión conservadora, propone aplicar una especie de presunción a favor de la conservación de lo existente según la cual es el cambio el que debe justificar cumplidamente su necesidad antes de ser aceptado.

Pues bien, para valorar moralmente ambas posiciones sería necesario sentar previamente un criterio de enjuiciamiento. Que puede ser -primera posibilidad- la existencia de un fin en la historia humana, un fin que permita valorar ambas posturas como más o menos adecuadas a su consecución. Lo cual supone aceptar de entrada que exista una filosofía de la historia, algo que los pensadores actuales rechazan. Pero, en cualquier caso, descartadas como improbables la filosofía de la historia hegeliana fuerte o la marxista, solo queda un candidato a ocupar el puesto de fin último de la historia: el progreso. Idea que, efectivamente, cumplió con ese papel durante los siglos XVIII y XIX y a la luz de la cual sería indudable que era la izquierda la que al final valía más, puesto que era el motor del más completo progreso humano. Pero, ¡ay!, la idea misma del progreso ha sido desde hace tiempo condenada como uno de los ingenuos grandes relatos de la cultura occidental, lo cual la invalida como metro moral.

Es curioso destacar, sin embargo, que la idea de progreso mantiene su fuerza como visión normal en nuestra sociedad: para ella, lo que debe justificarse es lo contrario, lo que impide el avance, lo que obstaculiza la mejora, lo que se opone al cambio. Por eso, a pesar del descrédito intelectual del concepto de progreso, su ‘ismo’ correspondiente, el de ‘progresismo’, conoce un momento de apogeo y es una posición que el público asocia intuitivamente con las opciones de izquierda. Para la retórica política lo progresista es siempre la opción de izquierdas, que por eso presume enfáticamente de hallarse en el lado bueno de la historia.

La otra posibilidad para fundamentar una valoración moral es la de utilizar un criterio formal que permita enjuiciar las intenciones de la izquierda y la derecha. Por ejemplo, el de la regla de oro ya clásica de no hacer a los demás lo que no desees que te hagan a ti mismo. Es decir, el imperativo categórico de la razón práctica en la filosofía de Kant, que se traduciría en la práctica mediante criterios de universabilidad. Sería mejor, moralmente hablando, aquella corriente política que propusiera fines universalizables o, de manera más concreta, metas imparciales o altruistas.

A pesar del descrédito intelectual del concepto de progreso, el progresismo conoce un momento de apogeo

Con este criterio, que es el que propone Sánchez Cuenca, la izquierda es moralmente superior porque siempre pretende mejorar la situación del común y librarlo de opresiones, incluso cuando se equivoca en la receta a aplicar para ello. La derecha, en cambio, aunque acierte a veces en sus métodos, persigue siempre una finalidad egoísta y practicona, sin valor moral alguno. Como escribía Tierno Galván, «si contraponemos derechistas e izquierdistas queda claro que el derechista es una personalidad que contradice la moral (…), es cómplice de la injusticia establecida».

El problema de aplicar este tipo de criterios a priori es que por definición son anteriores a la experiencia. Es decir, solo enjuician la intención del agente y desconocen la inevitable influencia de la contingencia, la experiencia, la causalidad compleja, las desviaciones degenerativas, los límites de lo posible… Es fácil confundir la buena voluntad con un programa político, pero en realidad aquella sola no puede dar valor moral a este. El valor moral lo otorga el añadir a la buena voluntad los límites de la contingencia y la experiencia. Y en estudiarlos y predicar su respeto se especializan precisamente los conservadores.

Juan Carlos Monedero escribía hace años que «el socialismo es amor» y que su sencilla regla de reparto era la de «todo para todos». Es un buen ejemplo de una visión unilateral del valor del comportamiento político, que lo juzga solo por su intención. Si le añadimos las precauciones liberales y conservadoras nacidas de la experiencia y la historia, entonces sí tendremos un juicio más completo y más valioso. Porque, como escribía Kolakowski, «aunque se nos antoje algo trivial (…) la idea de fraternidad humana es desastrosa como programa político, aunque sea indispensable como señal orientadora, como idea regulativa más que constitutiva».

Al final parece que ambas, izquierda y derecha, poseen una orientación válida (aunque también desviaciones o perversiones terribles). Lo que sucede es que sus valores son parciales o segmentados, aunque mutuamente complementarios. Y que lo moral lo pone el observador poco menos que por simpatía, por intuición o por su constitución anímica. Una conclusión pobretona, pero es lo que hay.