El varón tiene pene (probable)

ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 26/03/17

Arcadi Espada
Arcadi Espada

· Mi liberada: No he leído nada mejor sobre el caso del autobús del sexo que la propuesta de lema alternativo en cinco palabras de mi filosófico amigo Roger Corcho: «Los niños probablemente tienen pene». Es un guiño al autobús ateo de Ariane Sherine y Richard Dawkins que circuló a partir de 2008 por diversas ciudades y que argumentaba: «Probablemente Dios no existe. Deja ya de preocuparte y disfruta de la vida». La grandeza corrosiva de la propuesta está en el efecto que causa el adverbio probablemente cuando se aplica al hecho objetivo de la existencia de penes y vulvas y de sus consecuencias.

Los promotores del autobús Hazte Oír habrían acertado al adoptar el adverbio. La devastadora ironía de que un hecho objetivo quede sometido a la beligerancia de la opinión casa bien con sus propósitos. Y además les evitaría problemas legales: si la condición sexual está sometida al régimen de la opinión, a ver quién es el juez español (aun reconociendo y subrayando el oxímoron) que puede prohibir a un fulano expresar, siempre según su opinión, que varones son los humanos que cuelgan de un pene y hembras los adosados a una vulva.

Hace unos días mi periodística amiga Laura Fábregas me envió un vídeo, publicado hace algunos meses, (pon en google: ideología de género contra el sentido común), que trataba también estas cuestiones subjetivas. El joven director de un lobby pro Familia e Iglesia, el Instituto de Políticas Familiares de la capital americana, se llegaba hasta el campus de la Universidad de Washington a hacer una encuesta. La primera pregunta a los estudiantes era a propósito del debate abierto en la ciudad sobre el uso de lavabos y vestuarios. Todas las respuestas seleccionadas en el montaje eran favorables a que cualquiera usara esas instalaciones en razón de la identidad sexual que eligiera.

Como comprenderás, esto es un pequeño paso para la humanidad y un gran paso para el hombre. Porque entre las fantasías sexuales más tradicionales, tú dirás rancias, de los varones está la de fisgar en un vestuario de chicas. Es la razón del gran éxito que tuvo entre los chicos de my generation la turbia serie de Enid Blyton ambientada en un internado de chicas, Primer curso en Torres de Malory y siguientes. Es también la causa de las condenas, siempre contra hombres y nunca contra mujeres, por organizar sistemas más o menos sofisticados que permitan el acceso visual y clandestino a los más herméticos gineceos. De este simpático plus intersexual añadido al anodino acto de vestirse o desvestirse solo podían disfrutar hasta ahora los homosexuales (no está escrito que los homosexuales solo deban sufrir por verse obligados a acceder a un lavabo equivocado) y siempre es bueno ir acabando con las desigualdades.

Una vez los millennials seleccionados declaraban su acuerdo sobre la posibilidad de elegir en cada lavabo el sexo de acceso, el entrevistador iba situándolos ante nuevas variantes de lo subjetivo: Qué me contestarías si te dijera que soy mujer, preguntaba el joven blanco, rubio y viril. Luego que si chino. Luego que si te dijera: tengo siete años. A esta pregunta, la más constructivista de los millennials respondía de modo maravilloso: «De entrada, no lo creería». ¿Y si sintiendo que tengo siete años, quisiera matricularme en primaria? ¿Y si te dijera que mido uno noventa y cinco?: «No creo que me corresponda, como ser humano cualquiera que soy, decirle a otro que está equivocado». Esta respuesta era conclusiva y fatal, y muy interesante, porque es el concentrado de muchas otras respuestas y la columna central del debate.

A primera vista hay algo acogedor y hasta cálido en la mayoría de los jóvenes de Washington. Es indudable que se elevan sobre siglos de heridos, y muchas veces de mortalmente heridos, por la diferencia. Todas sus respuestas connotan, además, palabras que son como bebedizos: sentimientos, libertad, tolerancia. Hay motivos objetivos para sentirse contentos de que la humanidad haya acabado produciendo este tipo de seres afables. Sin embargo la alegría coincide con la certeza de que la gran mayoría de esas respuestas fueron dadas antes de los problemas.

La cuestión no es respetar el sentimiento individual que uno tenga acerca de su estatura. La pregunta es qué haces con un tipo que mide 1,50, siente que mide 1,90 y quiere entrar en un club de básquet o en el Ejército. Por no decir la dificultad de trato que supone alguien convencido de que puede volar y dispuesto a ejercer su convicción. La existencia de la realidad objetiva es, sin duda, una grave complicación. ¡De ahí que haya novelistas! Pero lo que con grave y repetido abuso ha venido en llamarse tolerancia solo tiene sentido cuando se proyecta sobre la realidad objetiva.

Fuera de ese dominio, la tolerancia muta en indiferencia. No estoy seguro de que haya menos tolerancia entre las personas del autobús que recorre con insólitas ¡e intolerables! dificultades las carreteras españolas –exactamente el mismo tipo de dificultades que la Conferencia Episcopal puso al autobús ateo cuando se aventuró por España– que entre estos millennials que sonríen suavemente y se encogen de hombros diciéndole a su inquisidor que cada uno se sienta lo que quiera. Al final de su interrogatorio, las contradicciones expuestas, nuestro hombre blanco proclama: «No debería ser difícil decirle a un hombre blanco de 1,75 que no es una mujer china de 1,95. ¿Qué nos dice [esta dificultad] sobre nuestra capacidad de responder a las preguntas realmente difíciles?». La Historia dice que los hombres han acudido ignominiosa y frecuentemente al castigo para no afrontar las subversivas complicaciones de lo distinto. Y la encuesta de Washington insinúa que el avance moral que supone la indiferencia ante lo distinto también encierra una sofisticada forma de intolerancia.

La defensa pene/vulva del orden natural de las cosas y la defensa pene&vulva del orden cultural de las cosas deberían afrontar tarde o temprano la cuestión en verdad difícil. Y es que, para decirlo en filosófico, probablemente ninguno de los dos grupos razona así como consecuencia del libre albedrío: es evidente que uno no elige de fábrica tener pene, pero el deseo de tenerlo cuando no se tiene responde también a un mandato irrevocable de la biología. Parece que esta evidencia únicamente impugne y someta a los constructivistas como tú, libe, que has elevado a la vulva el derecho a decidir.

Pero no. También involucra a los que sostienen lo mismo sobre nuestra presunta capacidad de elegir, solo que atribuyéndola a un don de dios y no a una épica conquista de los hombres. A la libertad le pasa lo mismo que a la tolerancia. Solo tiene sentido cuando se proyecta sobre la realidad objetiva. Es decir, cuando se reconoce la imposibilidad de que un hombre pueda elegir libremente qué ser y qué sentirse.

Sigue ciega tu camino.

ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 26/03/17