JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- El presidente del Gobierno con su nuevo equipo tiene por delante una tarea ingente y poco tiempo para cumplirla. Lo deseable es que trate de fortalecer las instituciones más que intentar confiscar el poder
Mientras que su socio de gobierno desistiera hace ya tiempo de asaltar los cielos, el presidente Sánchez ha decidido bajarse a los Infiernos. Allí dos almas atormentadas, Maquiavelo y Montesquieu, celebraron un famoso diálogo que Maurice Joly registró para la posteridad con más precisión y entendimiento que el mismísimo Villarejo. Este texto clásico (Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu), escrito hace más de siglo y medio, resume mejor que ningún otro análisis el debate acerca del poder y sus límites, la pugna entre la fuerza y el derecho, o las fronteras morales de la política, cuestiones nucleares sobre las que no parece pasar el tiempo ni distinguir la geografía. Y que afectan de lleno al comportamiento de nuestro actual Gobierno.
Habida cuenta a su rechazo de las “elucubraciones doctrinales”, y a la no muy abundante nómina de intelectuales en sus filas, no sé cuántos de los actuales ministros habrán leído el famoso libelo de Joly. En cualquier caso, les convendría hacerlo al menos como manual de uso para entender donde alinearse en la formación. Reconozco que, por un momento, tras la resolución de la reciente crisis, llegué a pensar que la política bipolar de Sánchez, cuyo gobierno más que a Frankenstein recuerda al doctor Jekyll, se disponía a liquidar las prácticas maquiavélicas a las que nos tiene acostumbrados, en un intento de recuperar el favor de los electores y enderezar por fin su desviado rumbo. La incorporación de sangre joven al equipo y la defenestración de sus escuderos más visibles permitían suponer felizmente que todavía quedaba y queda algo en la socialdemocracia española que no sea fruto del oportunismo y los comportamientos clientelares. Maquiavelo fiaba la gobernación del príncipe al manejo engañoso de las palabras y al uso inmisericorde de la fuerza. Exactamente las especialidades respectivas de Redondo y Ábalos. Estos dos hombres fuertes, capaces hasta de oscurecer la arrogancia feminista, fueron defenestrados por su amado césar sin apenas agradecerles los servicios prestados. ¿Será —me pregunté— que finalmente Sánchez ha escuchado a Montesquieu y decidido fortalecer las instituciones en vez de confiscar el poder? El ensueño duró lo justo, aunque prefiero darle todavía una oportunidad al futuro.
Los signos preocupantes surgieron en el propio anuncio presidencial y en las tomas de posesión y relevos de carteras. La falta de transparencia y ausencia de explicaciones en la alocución inicial de Sánchez fue el primer aviso. Su permanente empeño por negar la realidad de los hechos (“hemos vencido al virus”, “salimos más fuertes” “este es el Gobierno de la recuperación”) mucho tiene que ver con la maquiavélica suposición de que al pueblo solo le mueve el pan y toros. Después, por referirme únicamente a un caso, merece atención el discurso del nuevo ministro de la Presidencia, al que las crónicas describen como estrella ascendente del nuevo firmamento. Resumió su ideario político con una frase lapidaria, con la que probablemente pretendía apedrear a alguien. “Estos nombramientos ni se piden ni se rechazan”, dijo en un alarde de sumisión al jefe, más propio de una secta que de un partido político. Fue una perfecta descripción de la obtención del poder como premio a la obediencia. Pese a ello, el tiempo nos ha de aclarar si la inclusión en el gabinete de representantes de tendencias del PSOE mínimamente críticas con las decisiones de Moncloa responde a un tímido impulso pluralista y de rectificación de la actual deriva. De momento, los indicios avisan de que se trata de potenciar al mando y sofocar cualquier atisbo de democracia interna. Las reacciones gubernamentales tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estado de Alarma, o su resistencia unánime a condenar la dictadura cubana, así lo ponen de relieve. Es previsible que por este camino la unidad del partido se refuerce internamente, una vez conseguida la inmunidad de rebaño, aunque lo haga a costa de su distanciamiento de la sociedad.
En un mundo asolado por dos crisis sucesivas, una financiera y otra sanitaria, Montesquieu lleva cada vez más las de perder en su pelea con Maquiavelo. La reyerta entre esas dos almas enfrentadas, que recuerdan también las dos escuelas del socialismo histórico español, amenaza con destruir las democracias liberales si las prácticas del italiano terminan por consolidarse. Jean François Revel, en un prólogo memorable al diálogo infernal que comentamos, describió con precisión el catálogo de herramientas mediante las que los enemigos de la sociedad abierta tratan de desvirtuar lo sistemas democráticos. Entre ellas no pocas evocan los tiempos que vivimos. La conversión de los partidos políticos en sectas ideológicas; el quitar prácticamente al Parlamento la iniciativa de las leyes, reduciendo su papel a la homologación pura y simple de los proyectos o decretos gubernamentales; la politización del papel económico y financiero del Estado, tan evidente en el manoseo propagandístico de los fondos de recuperación europeos; la utilización de las normas fiscales para promover venganzas partidarias; el cercenamiento de la independencia de la magistratura; el reclutamiento de diputados incondicionales, que ni piden ni rechazan; o las tendencias a instaurar una civilización policial, tan evidentes durante la pandemia frente al ejercicio de la responsabilidad y solidaridad ciudadana, son algunos de los métodos, maquiavélicos todos ellos, que desquician el funcionamiento del sistema y ensalzan el cesarismo de turno. El mejor antídoto contra esas perniciosas enfermedades democráticas sigue siendo la libertad de expresión y el cultivo de una sociedad bien informada. Esto lo entendió bien Rodríguez Zapatero y puso gran empeño en dificultarlo, hasta el punto de ser el presidente más intervencionista contra la independencia de los medios de cuantos hemos padecido en nuestra democracia. Ojalá Sánchez no se inspire en sus métodos.
El partido del Gobierno es principal responsable de dichas desviaciones, pero de ninguna manera el único. Nadie en el arco parlamentario se muestra dispuesto a reformar unas leyes electorales que desvirtúan en gran medida el sentido del sufragio, depositando en las cúpulas partidarias un poder omnímodo sobre la elaboración de las listas; nadie (ni Ayuso ni Sánchez) ha de someterse a una comisión de investigación independiente sobre sus responsabilidades e ineficiencias en la lucha contra la pandemia; tampoco es de esperar que los grandes partidos renuncien a su esperpéntico derecho de veto en la configuración del poder judicial; y todavía estamos esperando a que un diálogo honesto y plural sobre los conflictos territoriales tenga lugar en el templo de la democracia, que es el Parlamento, y salga de las covachuelas de la conspiración; o que alguien nos explique cómo fue posible que una mafia policial ocupara los despachos aledaños a los máximos dirigentes del Ibex 35, a espaldas de los accionistas de las empresas y de los organismos reguladores.
Las tareas del nuevo gabinete son por lo demás ingentes, y corto el tiempo que tiene por delante para llevarlas a cabo; en la economía, los derechos sociales, la política internacional y, sobre todo, la configuración y consolidación del Estado democrático frente a la amenaza secesionista. Algunos de los problemas son fruto de las circunstancias o de terremotos con epicentros lejanos. Otros han sido creados por los políticos mismos, y no pocos por la facundia del periodismo militante que inunda las televisiones en competencia con las antisociales redes sociales. Por dichas razones en su regreso del Infierno el presidente Sánchez, si no quiere verse arrojado de nuevo a él por el futuro de la Historia, debería alinearse más estrechamente con Montesquieu en la disputa intelectual sobre la moralidad de la política y el disfrute del poder. Ya dijo el presidente Eisenhower, héroe mundial de la lucha contra el fascismo, que quienes cometen la imprudencia de renunciar a los principios por defender sus privilegios acaban por perder ambas cosas.