Ejemplo de tipo talentoso capaz de romper todas las barreras sociales saltando desde una clase media baja hasta la cúspide del poder económico-financiero. En los ochenta, todos los jóvenes españoles querían estudiar económicas y emular a Mario Conde, aquel joven brillante que en septiembre de 1988, primero de sus cumpleaños como presidente de Banesto, no había disfrutado de su fiesta, no había sido feliz en aquella exhibición de lujo y poder que tuvo lugar en el jardín de su casa de la calle Triana, porque «allí había gente mucho más rica que yo», multimillonarios como Raúl Gardini, grandes fortunas como Carlos March, señoritos tan forrados como su entonces íntimo, coprotagonizado del asalto a Banesto, Juan Abelló, «y yo solo tenía 12.000 millones de pesetas…» Con el periodismo rendido a sus pies y el «Asalto al Poder» en la calle, el banquero llamaba muy de tarde en tarde a la redacción de El Mundo, calle Pradillo: «Qué es de tu vida, no sé nada de ti, no llamas». Y uno trataba de zafarse de tan incómoda requisitoria, «tienes detrás a los periodistas de medio mundo, incluidos todos los españoles; eso debe bastarte…» «Bueno, vente a tomar un gintonic a casa». Y allí acudía uno andando, ocho de la tarde, calle Triana, en busca del scoop que justificara el sueldo que me pagaba Pedrojota. Pero a Mario no le interesaba gran cosa ni su banco ni los de la competencia. A él solo le movía la política, la alta política española, pleno derrumbe del Gobierno González corroído por la corrupción, «las presiones», exclamaba, «las insoportables presiones, Jesús», los apremios para que el audaz Mario dejara Banesto y encabezara un Gobierno de concentración nacional con su entonces íntimo amigo, el rey Juan Carlos I -cinco charlas con risas telefónicas diarias, ocho, diez-, patrocinando la idea en la sombra.
Y uno salía de aquel chalet camino de su coche poseído por el desconcierto, el desasosiego que causaba el comprobar la distancia que separaba las maquinaciones de una cúpula de elegidos, llamados a ocupar todos los poderes del Estado, y la realidad de una calle cuyas pulsiones caminaban en otra dirección. Mario, uno de los personajes jóvenes más interesantes -por talentoso- que han pisado el tablao público en décadas, estaba convencido de que millones de españoles estaban listos para, aferrados a la reja de su despacho en calle Alcalá esquina Sevilla, reclamar el sacrificio de su salto a la política al grito de «Mario sálvanos, Mario sálvanos» y condúcenos, como presidente del Gobierno, a la tierra prometida donde todos seremos ricos y famosos. También Macarena Olona, brillante abogada del Estado, como Conde, está convencida, o eso parece, de que millones de españoles están hoy dispuestos («Si Vox deja de ser una alternativa de Gobierno, estoy a disposición de los españoles para dar un paso al frente») a seguir la senda trazada por esta lideresa que acaba de naufragar en las aguas del espejo cóncavo donde se mezcla la petulancia con una soberbia esquiva del filtro de esa virtud tan querida por nuestros místicos llamada humildad.
A Olona no la han matado; se ha suicidado, tras echar un pulso a la nomenklatura de un partido que imaginó poder encabezar por méritos propios, porque yo lo valgo. Los egos y sus letales efectos
A Conde acabó matándolo la acción concertada de Felipe González y José María Aznar, cuando ambos, líderes de los partidos del turno, advirtieron el peligro que para el establishment político, la elite con mando en plaza desde el 78, suponía un outsider convencido de poder asaltar el sistema con el respaldo de Palacio. A Olona no la han matado; se ha suicidado, tras echar un pulso a la nomenklatura de un partido que imaginó poder encabezar por méritos propios, porque yo lo valgo. Los egos y sus letales efectos. He ahí una carrera política brillante que entró en barrena tras unas elecciones autonómicas en las que esperaba confirmar su condición de lideresa. Santiago Abascal terminó por ceder a las presiones de los predicadores de la razón absoluta, y decidió sacrificar una pieza de enorme valía en el Congreso de los Diputados para jugar la carta andaluza.
«Aquello empezó con mal pie, porque Maca no hacía caso a nadie. No se lee los papeles que le envían desde Madrid, no sigue las directrices del partido y decide hacer su propia campaña, curioso, una campaña más basada en las emociones que en el alegato político, y se hace trajes de faralaes y se pinta como una puerta para la feria de Sevilla y besa a viejas y a niños… Una campaña de cierto marujeo sentimental, donde dice cosas que tienen poco que ver con los posicionamientos del partido. El resultado fue que sacamos 14 escaños en lugar de los 25 que esperábamos. Macarena se estrella contra sus expectativas, y con ella Vox. Pero, asumido el sopapo, decidimos seguir adelante porque de todo se aprende. Ella, no. Según ella, el fracaso no ha sido suyo, sino de los demás, porque no le hemos dejado hacer la campaña que quería, no le hemos permitido desplegar su talento. Y entonces dice que se quiere volver a Madrid de inmediato. Y ahí el partido pone pies en pared. Habla con Santi y Santi le dice que ni hablar, que si te has comprometido con los electores andaluces tienes que cumplir y quedarte en Andalucía, aunque no sea toda la legislatura, porque lo contrario sería un escarnio para todos».
Y cuando ve cerradas las puertas decide romper la baraja, barre con todo lo que hay sobre la mesa y se convierte en la baronesa que aspira a ir por libre; primero que está enferma, luego que se va a su casa, después que regresa a la abogacía del Estado, y en Madrid se impone la regla del silencio, Santi calla, consciente del daño que el episodio puede causar al partido, y consciente también de que las vacaciones de verano contribuirán a bajar el suflé Olona, la niña de familia desestructurada, de compleja psicología, que, como Mario, se hace abogada del Estado tras superar unas difíciles oposiciones, la mujer de una pieza que llama la atención por su indudable carisma y su capacidad para empatizar. Pero Macarena tiene otros planes y nada tienen que ver con el humilde silencio de nuestros místicos. Y ahí la tenemos al poco rato haciendo el Camino de Santiago, rodeada de cámaras y admiradores que aplauden a su paso, lideresa en ciernes en el camino de superación que conduce a Santiago. Y en la ciudad gallega se le aparece el apóstol y también se le aparece, parece, Mario Conde.
Da la impresión de que el partido sigue sangrando por la herida de las elecciones andaluzas, que no ha terminado de asimilar el tropezón y asumir sus consecuencias. El silencio que rodea a Abascal es parte de ese interrogante
Y aquí podría terminar la historia, el recorrido de una mujer especial, una psique compleja y un ego superlativo, uno de esos egos que han conducido por el camino de la perdición a tanta gente brillante. Aquí, en efecto, acabaría su recorrido como nuevo juguete roto, como el propio Conde, si no fuera por el interés de poderes muy específicos en hacer daño a Vox, muchas las fuerzas que respirarían aliviadas viendo a Vox caminar por la senda por donde han desfilado partidos como Ciudadanos o el propio Podemos. Mucha gente interesada y muchas minas en el camino. Cuando quiebran las amistades y mueren los abrazos, saltan las espadas a primer plano: «Macarena tiene los planos del edificio y lo puede hacer volar a voluntad». Del «Mario sálvanos», al «Macarena sálvanos». El riesgo de que Olona monte su chiringuito capaz de robarle 300.000 votos no ha desaparecido. En Vox se dicen tranquilos: «Al margen del desgarro personal que supone perder a una mujer a la que quieres y con la que has trabajado, me da la impresión de que, salvo imprevisto, el daño que nos ha hecho es limitado y está más controlado cada día que pasa. La amenaza Olona se va a desactivar a gran velocidad. Lo mejor es el juicio de la calle, la pregunta que se hace tanta gente, ese ¿cómo a una mujer tan inteligente se le puede haber ido la olla de esta manera?».
La sensación de calma que intenta transmitir Vox tiene algo de engañoso, tal vez incluso de peligroso para sus intereses. A pesar del alivio que para la formación ha supuesto alguna encuesta reciente que le otorga el 16,1% de los votos y 56 diputados, hay interrogantes que mantienen a votantes y simpatizantes en el desconcierto. «Algo pasa con Mary». Da la impresión de que el partido sigue sangrando por la herida de las elecciones andaluzas, que no ha terminado de asimilar el tropezón y asumir sus consecuencias. El silencio que rodea a Abascal es parte de ese interrogante. El líder de la derecha conservadora dio orden de permanecer callados durante el mes de agosto, en parte como norma de obligada prudencia destinada a no echar leña al fuego Olona y en parte como posición estratégica frente a un Alberto Núñez Feijóo al alza: que hable Feijóo, que se exponga Feijóo, que se queme Feijóo…
Con fama de aventajado en el manejo de los tiempos, parece que Abascal no termina de poner orden en casa, aunque tal vez cabría decir, remontándonos aguas arriba, que no acaba de delimitar los perfiles ideológicos de una formación en la que, más allá del conservadurismo que se le supone a su militancia, convive una notoria rama falangista, cuya cabeza visible es Jorge Buxadé, igualmente abogado del Estado (número uno de su promoción), vicepresidente de Acción Política de Vox, y otra menos visible liberal que no termina de sacar cabeza. Esa dualidad llevó al partido este mes de septiembre al esperpento de apoyar en un primer momento el impuesto a banca y eléctricas lanzado por Sánchez, una medida típicamente «falangista» de la que la dirección se retractó enseguida. Crecen las voces que abogan por la necesidad de dar mayor protagonismo a ese ala liberal, donde milita gente tan potente como Víctor González o Rubén Manso (inspector en excedencia del Banco de España), que en general huye del protagonismo.
Para Vox se acerca la hora de la verdad. Para España también. No hace falta ser un lince para imaginar que un hipotético Gobierno de la derecha supondría -supondrá- la última oportunidad de salvamento y rescate para un país devastado por el rodillo de la izquierda radical
Para Vox se acerca la hora de la verdad. Para España también. No hace falta ser un lince para imaginar que un hipotético Gobierno de la derecha supondría -supondrá- la última oportunidad de salvamento y rescate para un país devastado por el rodillo de la izquierda radical. Particulares y empresas molidos a impuestos, inflación disparada, deuda pública a punto de alcanzar el billón y medio. Todo contaminado, todo emasculado por Sánchez y su banda. La Fiscalía, el CNI, el CIS, el INE, la CNMC, la CNMV, RTVE, Indra… De modo que no se trata ya de salvar los muebles de la prosperidad de la que hemos disfrutado desde los años setenta, sino de asegurar la democracia, de apuntalar las libertades ahora en grave riesgo. Última oportunidad, digo, siempre y cuando ese Gobierno Feijóo sea capaz de abordar de forma resuelta las reformas, no solo económicas, que el país reclama a gritos desde hace tiempo. Tampoco se trata de escribir una carta de máximos a los Reyes Magos, sino de asegurar una acción de mínimos, una lista pequeña y realista de cambios profundos que permitan al sistema recuperar el pulso.
Es impresión extendida en el amplio abanico del centro derecha que un Gobierno Feijóo será capaz de poner cierto orden en lo económico pero sin tocar un ápice la aguda crisis política, que es también moral y de valores democráticos, que nos atenaza. Los más pesimistas apuestan incluso a un Gobierno Feijóo convertido en una copia en sepia del Gobierno Rajoy. Una versión revisitada del atroz marianismo. Ahí entra Vox. Entraría como fuerza capaz, en un eventual Gobierno de coalición, de obligar al PP a hacer el trabajo que el momento histórico reclama, trabajo que debería empezar por mandar por el desagüe de inmediato todas las leyes ideológicas introducidas por la facción comunista del Gobierno y alentadas/consentidas por la facción socialista. Ahí está perfilado el único discurso válido que las clases medias urbanas le pueden comprar sin titubeos a Vox y naturalmente sin militar en Vox: el de ser el partido capaz de impedir que Núñez Feijóo se convierta en una nueva versión de Mariano y su delictuoso marianismo. El «nosotros obligaremos al PP a hacer lo que tiene que hacer». Desde este punto de vista, maniobras de distracción tipo Olona no tienen ni justificación ni perdón.
El argumento asusta viejas sobre los peligros de la «extrema derecha» en el poder que con tanta impudicia viene exhibiendo un Gobierno sostenido por el separatismo radical y los herederos del tiro en la nuca, ya no vale. Georgia Meloni ha arramblado con esa quincalla ideológica. «De Estocolmo a Budapest, de Roma a Varsovia pasando por Londres y Copenhague, los europeos aspiran ante todo a ser libres. Más allá de los nuevos partidos que están llegando al poder en esos países, la ciudadanía quiere ser dueña de su destino, no dejarlo en manos de Bruselas y su burocracia», escribía este viernes un editorial de Le Figaro. En un reciente mitin electoral, la líder de Hermanos de Italia, citó a Chesterton, el escritor inglés conocido como el apóstol del sentido común: «Se encenderán fuegos para testificar que dos y dos son cuatro. Se desenvainarán espadas para demostrar que las hojas están verdes en verano. Ese momento ha llegado. Estamos listos», gritó Meloni con su fuerte acento romano. Vox también debería estar listo. La alternativa es resultar barridos por el «voto útil» al Partido Popular. Todo dependerá de la capacidad de reacción de Abascal. Pero el tiempo se agota. Será la última oportunidad que tendrá España para evitar el naufragio.