Manuel MOntero-EL CORREO
Una reforma del Estatuto requiere consensos amplios, estrategias compartidas y conceptos claros. El guirigay que se ha montado invalida hoy por hoy la vía emprendida
Suena a historia vieja, un déjà vu típico de la política vasca, pero el «nuevo estatus» se va enmarañando. De momento parece una tormenta en un vaso de agua, pero a lo mejor deviene en ciclogénesis explosiva. Con menos mimbres se armaron mayores zapatiestas y no vale decir que aquellas eran épocas con las pasiones a flor de piel, nada comparable a estos tiempos en los que el oasis vasco supera trampas y zancadillas. Será un remanso de paz dentro de las convulsiones de la política española, pero persiste el gusto por jugar con fuego y hay nostálgicos de los años de las grandes broncas. Y en la izquierda abertzale sigue el sueño de la gran ruptura; cualquier convulsión le resulta preferible a la normalidad política.
La historia del «nuevo estatus» tiene su intríngulis. El concepto sobrevuela la política vasca desde que lo lanzó el PNV en julio de 2011. Por entonces había hecho aguas el Nuevo Estatuto Político, con el relajo consiguiente para la sociedad vasca, harta de las crispaciones que había producido el proyecto soberanista -una Euskal Herria sólo para nacionalistas-.
El proyecto enlazaba con los planteamientos radicales sostenidos del PNV -que siempre ha combinado la política pragmática y la radicalidad ideológica- y recogía principios del Plan Ibarretxe. Defendía la autonomía, pero aseguraba que «el Estatuto de Gernika fue una escala del viaje a la libertad del Pueblo Vasco». El pacto del PNV con los no nacionalistas que alumbró al Estatuto pasaba a tener la función histórica de impulsar un soberanismo que relegaba a los segundos. Proponía un nuevo marco a pactar y refrendar plebiscitariamente; un desarrollo soberanista que, sin negar la validez de la autonomía, la rompiese mediante un acuerdo institucional a legitimar con un referéndum.
El propósito tenía sus contradicciones. Exigía llevarse al huerto a parte del arco constitucionalista. En otras palabras, estarían a la espera de que doblasen los socialistas, que no suelen destacar por sus resistencias numantinas a las propuestas nacionalistas, máxime en tiempos de necesidades. Y en tiempos de Pedro Sánchez siempre lo son por su costumbre de moverse en arenas movedizas.
El proyecto ha tenido un desenvolvimiento lento, con una ponencia de autogobierno en el Parlamento vasco que buscaba un aire técnico y transversal. Mientras, la ciudadanía vasca ha seguido el debate con desinterés. En julio de 2018 llegó por sorpresa un proyecto de «nuevo estatus» pactado por PNV y Bildu. Prescindía de un consenso entre nacionalistas y no nacionalistas, requisito previo para aprobarlo según habían difundido sus mentores.
El «nuevo estatus» parte del derecho a decidir y propone un esquema confederal al que se llegaría por decisión unilateral, sin atender al principio de legalidad. Argumenta que los «derechos históricos» recogidos por la Constitución vendrían a ser sinónimo de soberanía y reinterpreta el Concierto Económico llevándolo a otro terreno, proponiendo un Concierto Político. Recupera la distinción entre nacionalidad y ciudadanía con capacidad de dar una dimensión jurídica a discriminaciones entre vascos nacionalistas y no nacionalistas. Erre que erre.
Luego, de pronto, el acuerdo nacionalista lo ha roto Bildu. Asegura que presentará su propuesta y llegan los cruces de acusaciones entre la izquierda abertzale y el PNV. La controversia sobre las responsabilidades de cada cual en principio resulta para el consumo interno, pero conviene tenerla en cuenta, pues aquí las disensiones las carga el diablo.
Para liarlo más, un grupo de soberanistas, identificados con el Plan Ibarretxe -entre ellos, el propio exlehendakari- publica un comunicado. Los firmantes piden sacar el debate a la calle, propósito que se hace raro pues, en la fase de elaboración, se llamó a la participación de la ciudadanía… que pasó olímpicamente. También quieren que ante «el agotamiento del marco estatutario aún vigente» y el de la Constitución se realice un «pacto intergeneracional», un concepto novedoso: pacto de abuelos, padres e hijos, quizás. Lo plantean como una urgencia, pero hace ya más de dos décadas que anunciaron la muerte del Estatuto y, por lo que se ve, el zombi goza de buena salud, por lo que convendría relativizar la urgencia.
Resumiendo: se concibió un «nuevo estatus» como camino hacia el soberanismo; se le buscó alguna transversalidad, una especie de ruptura pactada; de pronto se abandonó esta idea para llegar a un pacto sólo entre nacionalistas; luego rompen los nacionalistas entre sí, con lo que de un «nuevo estatus» pasaremos a dos nuevos estatus, enfrentados.
Además, la parte soberanista del nacionalismo moderado presiona al PNV a lanzarse al derecho a decidir (por cierto, no presiona a Bildu, pese a que ha roto). Y es verosímil que el PNV, acostumbrado a llevarse grandes bocados en sus negociaciones, confíe en arramblar alguna concesión política en la siguiente. O querrá a estar al quite, por si le cae algo al independentismo catalán.
Una reforma del Estatuto requiere consensos amplios, estrategias compartidas y conceptos claros. El guirigay que se ha montado, ante la indiferencia ciudadana, invalida hoy por hoy la vía emprendida. No es transversal, la propuesta ha hecho añicos en el nacionalismo y su eficacia depende de que las necesidades de los socialistas y su falta de criterio permitan alguna jugada gracias a la fragilidad política.
Todo ello está en las antípodas del consenso y de la claridad, razón por lo que conviene echarse a temblar y confiar en que lo que venga no pase de ser una galerna de una noche de verano.