Ignacio Camacho-ABC
- Ante una crisis de salud pública de alcance incierto, el Gobierno parece más atento a sus problemas internos. Hasta ahora ha manejado el reto de forma razonable, poniéndose en manos de los expertos. Pero se aproxima el momento en que van a hacer falta dirigentes maduros y serios
Si el Gobierno hubiese podido encontrar en el coronavirus algún elemento susceptible de explotación propagandística, Pedro Sánchez se habría puesto al frente de una célula de crisis convenientemente retransmitida por Iván Redondo desde el búnker de La Moncloa, como aquella de Obama la noche en que los SEALS mataron a Bin Laden. Pero como la epidemia sólo puede dar disgustos, el Ejecutivo se ha refugiado en un silencio prudencial, parapetándose detrás de los expertos y dejando hablar a los que saben. Acaso por razones oblicuas, relacionadas con el miedo a resultar salpicado por consecuencias enojosas, ha adoptado una postura razonable, favorecida por la actitud colaborativa de una oposición que también ha de ocuparse en la sanidad autonómica de sus propias
responsabilidades. Ambos bandos políticos parecen haber comprendido, por ahora, que la preocupación por el virus no admite aprovechamiento de parte; quizá sea la única ocasión en que hasta los siempre locuaces dirigentes de Podemos -con la excepción de Yolanda Díaz, cuya temeraria intervención fue interceptada por el Ministerio de Sanidad de manera tajante- han decidido que en circunstancias tan imprevisibles es mucho mejor callarse. Veremos cuánto dura este clima de consenso forzoso ante una situación tan confusa como objetivamente grave.
Sin embargo, como la coalición «de progreso» está basada en la construcción ficticia de antagonistas, ante la imposibilidad de encontrarlos en un asunto de delicadeza crítica se ha lanzado a buscar problemas consigo misma. Tras unos escarceos de disidencia interna a propósito de la política migratoria o de la protesta agrícola, la rivalidad se ha desatado en la pugna por el voto feminista, que constituye para la izquierda un factor de influencia decisiva. Pablo Iglesias e Irene Montero han identificado en el feminismo un objetivo con el que obtener alta visibilidad y reivindicar su autonomía, y no estaban dispuestos a dejar pasar la oportunidad que la efeméride de hoy les ofrecía. El primer pulso lo ganaron al convertir la reforma prevista del Código Penal -la fórmula que el PSOE prefería para juntar el agravamiento de los delitos de violencia sexual con el indulto encubierto a la sedición separatista- en una nueva ley alumbrada bajo su iniciativa. El segundo es el que hemos visto estos días: los reparos envenenados del Ministerio de Justicia a una norma redactada en el de Igualdad con notables y bochornosas taras jurídicas.
También en este duelo han vencido. El presidente ha priorizado la estabilidad del pacto a costa de embridar a su propio partido, al que ha obligado a aceptar un proyecto deficiente para evitar un antipático conflicto en el que los suyos han evacuado filtraciones que dejaban al equipo de Montero en ridículo: hasta correcciones ortográficas le habían introducido a un texto insostenible en letra y espíritu. Al fondo de la polémica subyace, por un lado, la evidente porfía por el liderazgo del lobby femenino, y por el otro el debate casi esotérico que enfrenta a las tendencias radicales del posfeminismo que apoya Podemos -transgénero, cisexual, queer, no binario- y a la escuela del feminismo clásico. Una contienda ideológica propia de las distractoras «enfermedades infantiles» que Lenin denunciaba en el marxismo revolucionario, y que ha irrumpido de lleno en torno a la celebración reivindicativa del 8 de marzo.
El éxito obtenido en la escaramuza por Iglesias y su grupo testimonia el alcance de su ascendiente en el Gobierno. Se han equivocado quienes creyeron que se podía diluir el empuje de Podemos entregándole departamentos escasos de competencias y de presupuesto. Lejos de mostrarse molestos con ello, los populistas se han dedicado a lo que mejor saben, que es la agitación, el revuelo en las redes sociales y en los medios, aprovechando la potencia con que el poder amplifica su eco. Su especialidad no es la gestión sino el activismo, y para eso da igual que sus ministerios carezcan de contenido; ya se encargan de ocupar ese vacío a base de armar ruido y si es necesario de inventar enemigos incluso en el propio Consejo de Ministros, como han hecho al acusar a varios de sus colegas de machismo. La refriega les ha servido, además, para tantear la capacidad de resistencia del sanchismo y comprobar que el peso específico de Carmen Calvo ha decaído y que la Presidencia ha optado por mantener en el seno del Gabinete dos bloques en equilibrio. Si hay algo que Iglesias conoce desde el principio es el papel esencial del plano comunicativo, un ámbito en el que tiene experiencia e intuición sobrada para garantizarse el dominio incluso frente a un Redondo con fama de especialista en el marketing político.
El vicepresidente se ha percatado rápido de que el entorno de Sánchez está constreñido en su radio de acción por ciertos compromisos inherentes a la responsabilidad de Estado, mientras que él está libre de cortapisas para desempeñarse a la vez, según los casos, como bombero y como incendiario y para manejar a su antojo los matices del relato, ora blasonando de institucionalidad, ora apretando las tuercas al régimen monárquico con peticiones de investigación al Rey Juan Carlos. Al mismo tiempo, ha percibido el efecto de fascinación que la política adolescente produce en un dirigente sin proyecto, que a falta de ideas se siente inclinado por ese efectismo de gestos en el que su socio es consumado experto. El presidente empieza a ver en Iglesias un animador de las rutinas del cargo, un parapeto que le protege de las manifiestas carencias de su propio modelo, un ariete contra la derecha y un útil interlocutor dispuesto a mantener con el independentismo un cauce de entendimiento. Mientras algunos de sus colaboradores directos comprueban hasta qué punto eran ciertos los temores a la cohabitación con Podemos, el jefe parece haber aprendido a conciliar el sueño. Para dormir tranquilo necesita mercenarios que vigilen despiertos.
Sólo que en esa relativa placidez ha irrumpido la pesadilla de un cisne negro. Una prueba de verdad para el sistema entero, un desafío de salud pública y de economía de escala con caracteres estratégicos. Esa clase de crisis en cuyo manejo no bastan agitadores capaces de sacar provecho de cualquier jaleo. Un reto, en suma, para gobernantes maduros, competentes, serios, en el que para estar a la altura de los acontecimientos no va a bastar la invocación de los mantras del diálogo y el progreso.