Jon Juaristi-ABC

Desaparece una seña fundamental de la identidad europea

Nos reunimos seis amigos, el pasado jueves, para celebrar un doble cumpleaños. La alarma sanitaria global aconseja reducir las dimensiones sociales de estos festejos, concentrar los motivos de los mismos (dos en uno) y abreviar su duración si no puedes escaparte a las afueras de Florencia como hicieron los narradores del Decamerón durante la peste negra de 1348. Mientras terminábamos unas sanísimas pastas de harina de almorta con bicarbonato, conversamos acerca de epidemias literarias. De La Peste, de Camus; de Némesis, de Philip Roth, y de Pálido caballo, pálido jinete, de Katherine Anne Porter (sobre la gripe española de 1918-1919, este último relato). Pero hablamos en particular de Manzoni y de la peste de 1630 en Milán, que aquel evocó

en Los novios y en la Historia de la columna infame. El pánico engendró allí la leyenda de los untori, siniestros propagadores de la enfermedad que embardunaban con heces los pomos y aldabas de las puertas.

No hemos llegado a tales extremos, ejemplo del tipo de delirios persecutorios que en otros casos se ensañaron con frailes o con judíos como supuestos envenenadores de las fuentes públicas, pero todo se andará. La paranoia del contagio, de momento, se mueve entre la incomodidad y el ridículo. Así, en el gesto del ministro alemán del interior, Horst Seehofer, el lunes pasado, al negarse a estrechar la mano de Angela Merkel. Un ademán hosco y bávaro que unía el desaire y la profilaxis (Merkel y Seehofer comparten una historia de mutuas tiranteces y pellizcos de monja). Pero lo importante de la anécdota es que probablemente haya supuesto el fin de la costumbre del apretón de manos y, con ella, el de la Europa que hemos conocido. Porque, si bien ignoramos el origen exacto de la costumbre, es indudable que pertenece o pertenecía hasta ahora a lo más ancestral de la cultura europea. Así contestaba Marina Warner en 1991 a Richard Kearney, cuando este le preguntaba por su teoría del apretón de manos como uno de los grandes legados de nuestra cultura común: «A veces la identidad se traduce en cosas muy pequeñas (…), y es que, precisamente, la idea del apretón de manos como gesto de igualdad, de alianza y de amistad parece ser que nació en esta parte nuestra del mundo. Ya en el derecho romano los tratos se formalizaban juntando los pactantes sus manos diestras. Y este gesto simboliza en cierto modo a Europa entera, pues aunque suele hacerse con buena voluntad y con él se han sellado pactos de buena fe, también ha servido a veces para disimular tremendas traiciones».

La traición más estupenda de la historia del apretón de manos se narra en aquella secuencia de la parte primera de El Padrino en que, mientras Bruno Tattaglia estrecha la mano de Luca Brasi y la retiene entre las suyas, Virgil Sollozzo le clava la otra mano a la tabla del mostrador con un puñal y lo agarrota a continuación con una cuerda de piano. Es una traición muy traidora y muy bestia, pero hay que tener en cuenta que Luca Brasi estaba dispuesto a cargarse a la familia Tattaglia, siguiendo instrucciones de su verdadero jefe, Vito Corleone. Aunque la historia transcurre en Nueva York, resulta terriblemente europea y renacentista.

Otro desplante tan feo como el de Seehofer a Merkel, pero sin la excusa del coronavirus, fue el que le hizo Manuela Carmena a Esperanza Aguirre en Telemadrid, el 19 de mayo de 2015, cuando la dejó con la mano tendida al final de un debate en campaña electoral (por lo menos, Aguirre se ahorró recurrir al desinfectante). Gracias a la canciller Merkel y a su ministro del interior, no habrá ocasión para afrentas manuales semejantes en la Europa venidera. Imposible el alemán.