ABC-IGNACIO CAMACHO
El debate fue una penosa constatación de que esta política es un espectáculo de baja calidad para un público adocenado
HACE tiempo que las campañas electorales en España parecen dirigidas a captar el voto de los tontos. No ya de los ingenuos que aún son capaces de creer en promesas, sino de los espíritus simples, de los forofos de mentalidad estrecha que eligen su papeleta en función de zascas dialécticos, consignas ramplonas o frases hechas. El espejismo de realidad aumentada de las redes digitales, la sacralización de las emociones y de la cultura de la queja, y la ausencia de una educación en el pensamiento crítico han construido una sociedad adolescente y maniquea, intelectualmente banal y políticamente hemipléjica, refractaria a razonamientos matizados y a premisas complejas. El populismo triunfa y se contagia aprovechando esa generalizada pereza que provoca en la opinión pública un desolador vacío de ideas. Qué líder se va a molestar en dirigirse a ciudadanos maduros, capaces de discurrir por su cuenta, cuando puede ganar voluntades a base de baratijas ideológicas y de demagogia garbancera.
El debate de anoche resultó una lastimosa constatación de ese proceso trivial que ha convertido la política en un espectáculo de baja calidad para un público adocenado. Reproches cansinos, recetas de brocha gorda, sofismas, argumentos vacuos. Un enredo circular sobre el bloqueo y los pactos –como si los fuesen a desvelar, caso de que lo supieran–, la sombra retrospectiva de Franco y la habitual secuencia de interrupciones y numeritos de pretendido impacto favorecidos por la heterogeneidad del formato. Sin profundidad, sin enjundia, puro vuelo gallináceo. El retrato de la actual política española, deshabitada de responsabilidad de Estado y de élites cualificadas para el liderazgo. La sola evidencia de que Sánchez era el único con mínima experiencia de gestión –¡¡y con qué resultados!!– provocaba en cualquier espectador consciente un escalofrío de pánico.
El presidente estuvo casi ausente, tímido, muy incómodo con el tema catalán, envuelto en una pose de comedimiento postizo, cínico para proponerse como solución de un problema que ha creado él mismo. Rivera tiene una dificultad para convencer: dice cosas sensatas pero se confunde de enemigo y acaba pareciendo el primer indeciso. Abascal es un populista de derechas, con aire enérgico y fórmulas de arbitrismo expeditivo, pero lejos de los mítines y las banderas se le ve desarropado, fuera de sitio. Iglesias se trabajó el perfil proteccionista en busca del voto desfavorecido y volvió a llamar, casi con desesperación, a la puerta de un Sánchez que sigue desdeñando su auxilio. Casado, siendo el más joven, parecía el único adulto de los cinco pero quizá le faltó contundencia para estimular al votante fugado del marianismo. A todos se les echó la madrugada sin propuestas sólidas; les falta solvencia, oficio, cuajo, trapío. Oyéndolos, habría que actualizar la célebre frase de Hayek: populistas de todos los partidos.