FERNANDO REINARES-El País

  • La respuesta a la amenaza pasa por encuadrarla en un conflicto que sitúa a la tolerancia frente a la intolerancia y en evitar que los extremistas nos dividan en función de antecedentes culturales o religiosos

Acaba de ocurrir en Austria al igual que pocos días antes ocurrió en Francia y del mismo modo que seguirá ocurriendo durante bastante tiempo aún, en forma de sucesivos incidentes episódicos, en otros países europeos. En términos de amenaza terrorista, Francia no es un caso idiosincrático por las caricaturas del Profeta publicadas en Charlie Hebdo, por sus intervenciones militares en el exterior contra bases de organizaciones yihadistas, o por los pronunciamientos laicistas del presidente Emmanuel Macron. No es un caso al que mirar, desde España por ejemplo, como si los más recientes actos de terrorismo yihadista en un suburbio de París y en Niza fuesen expresiones de un problema meramente francés. No lo son.

A la inversa, tampoco cabe tanta extrañeza de que las calles de Viena, capital de un país aparentemente tranquilo, hayan sido escenario de un atentado yihadista. En realidad, lo sorprendente es que sea el primero, después de distintas tentativas previas desbaratadas a tiempo por los servicios antiterroristas nacionales. El pasado año, no en vano, solo Francia, el Reino Unido y España superaron a Austria, entre los países de la Unión Europea, en número de detenidos por actividades relacionadas con el terrorismo yihadista. En ese mismo ámbito comunitario, únicamente Bélgica se sitúa por encima de Austria en número de combatientes terroristas extranjeros por cada millón de habitantes que desde 2012 hasta 2017 partieron hacia Siria e Irak.

A lo largo de esos seis años, tras desatarse la guerra en Siria, se produjo un ciclo de movilización yihadista sin precedentes que afectó en especial a una docena de países de Europa Occidental. Aunque los niveles de radicalización violenta y de reclutamiento terrorista variaron sensiblemente de unos países a otros, decenas de miles de jóvenes musulmanes europeos, o residentes en Europa Occidental, adoptaron una visión fundamentalista y belicosa del credo islámico. Una parte de ellos, cerca de 6.000, viajaron a zonas de conflicto para unirse a organizaciones yihadistas en Siria e Irak, tanto a las relacionadas con Al Qaeda como, sobre todo, al Estado Islámico. Otra parte, incluidos individuos frustrados por no haberse podido desplazar, permaneció en suelo europeo.

Pese al declive, acentuado desde 2018, de aquel ciclo de movilización, el volumen de individuos radicalizados durante el mismo y que están dentro de Europa Occidental, no pocos ya excarcelados tras cumplir condenas de relativa corta duración por delitos de terrorismo yihadista, supone un potencial de amenaza que no puede ser erradicada a corto o medio plazo y va a persistir en estado de latencia, con manifestaciones periódicas. El eventual retorno sin control de algunos combatientes terroristas extranjeros y la siempre posible penetración por diferentes vías, desde Oriente Medio o el norte de África, de yihadistas decididos a atentar en territorio europeo, se añaden a la amenaza. Esta puede adoptar varias modalidades, desde los atentados cometidos por actores solitarios y con armas blancas a los ejecutados en grupo y combinando armas de fuego con explosivos.

Pero el terrorismo yihadista, además de ser una amenaza a la seguridad, constituye hoy, más que nunca, un desafío a la cohesión interna de las sociedades europeas. Para luchar adecuadamente contra el yihadismo como amenaza a la seguridad, el Estado de derecho que es inherente a nuestras democracias liberales cuenta, en lo fundamental, con leyes, instituciones judiciales, agencias policiales, servicios de inteligencia, centros penitenciarios y cooperación internacional. Para responder debidamente al yihadismo en tanto que desafío a la cohesión social, la ciudadanía y las entidades de la sociedad civil necesitan disponer de ideas suficientemente claras y compartidas sobre qué pretenden los terroristas, cuáles son las creencias a que apelan y dónde hallan entornos permisivos.

Más allá de matar, herir y destruir para infundir terror entre quienes han terminado por definir como enemigos de Alá y por tanto sus enemigos, los yihadistas buscan socavar las sociedades occidentales en general y las europeas en particular. Su estrategia pasa por enmarcar la violencia que practican en una supuesta guerra de Occidente contra el islam y consiste en acrecentar la fractura entre musulmanes y no musulmanes que, en términos generales, con mayor o menor intensidad, existe dentro de aquellas. Nuestra respuesta social ha de pasar por encuadrar esa violencia en un conflicto que sitúa a la tolerancia frente a la intolerancia y debe consistir en evitar que los extremistas nos polaricen y dividan en función de antecedentes culturales o religiosos.

Muchos llamarían a esto crear una contranarrativa, pero, en realidad, la contranarrativa es la que tratan de imponer los yihadistas. A nosotros debe bastarnos, en primer lugar, con saber distinguir entre islam e islamismo; y, en segundo lugar, con discernir entre conciudadanos musulmanes leales a los principios y procedimientos democráticos y quienes, presentándose igualmente como musulmanes, se valen de las oportunidades que ofrecen las sociedades abiertas pero consideran y predican que la democracia es pecado. Esto último pese a la aparente paradoja de vivir bajo un orden constitucional, cosa que resuelven doctrinalmente aludiendo a una suerte de pacto por el cual no deben manifestarse en favor del terrorismo yihadista en países donde habitan protegidos y asistidos, aun si lo glorifican en otros lugares.

El islam es una religión. En el islam como religión existen distintas escuelas y tradiciones, algunas fundamentalistas y excluyentes incluso respecto a los musulmanes que no observan los postulados rigoristas que tratan de imponer sino otros inclusivos. El islamismo no es una religión, sino una ideología política. Además, una ideología política de cariz antipluralista y divisivo. Entre los islamistas se encuentran los salafistas, fundamentalistas islámicos más o menos tradicionalistas, más o menos politizados, más o menos violentos. Quienes de alguna manera están implicados en el terrorismo yihadista, por cierto una violencia practicada contra no musulmanes y contra musulmanes a quienes los extremistas niegan la condición de tales, son salafistas que han optado por la versión más belicosa de su doctrina.

Cuando los yihadistas atentan en los países europeos, los islamistas en general y los salafistas en particular favorecen que se amplíe la brecha entre musulmanes y no musulmanes. Gracias a sus habilidades como emprendedores organizativos, al apoyo material por parte de Gobiernos o donantes extranjeros de su misma orientación, y beneficiándose en ocasiones de amenazas que inhiben a los musulmanes que no son islamistas ni salafistas de asumir el liderazgo de las congregaciones y otras responsabilidades públicas, los islamistas en general y los salafistas en particular se apropian de la religión y ejercen una influencia desmedida en las asociaciones que, en los países de Europa Occidental, deberían articular los intereses de la población musulmana.

Islamistas en general y salafistas en particular inducen a que confundamos islam con islamismo para acusar de islamófobos a quienes critican el islamismo, cuando lo que produce islamofobia e incrementa la distancia entre musulmanes y no musulmanes, quebrando cada vez más la cohesión social, es no hacer esa distinción. Mientras, los yihadistas nos infunden o tratan de infundirnos terror.

Fernando Reinares es director del Programa sobre Radicalización Violenta y Terrorismo Global del Real Instituto Elcano, catedrático en la Universidad Rey Juan Carlos y adjunct professor en la Universidad de Georgetown.